Opinión

El sol es subjetivo

Un enfado al desayuno hace que mi mañana del domingo transcurra por completo en un valle de infelicidad. Así es, o así somos o así soy.

SALGO A POR este periódico y a por el pan, lloviendo. Camino despacio y con cara mustia, aunque la calle, al recordarte que el mundo sigue, siempre te pone un poco en tu sitio. Me encuentro con una amiga de mis padres, que me leyó el otro día, y me dice que no haga caso de los tests psicológicos; y menos aun siendo tan guapo. Y me parece un buen argumento. Qué haríamos sin el cariño de los demás.


Un día de esta semana fui a dar una charla, por trabajo, a un ambiente extraño para mí. Fueron todos muy amables conmigo y parecían buena gente, bien intencionados, y seguramente lo eran, como casi todo el mundo —por eso no nos hemos extinguido hace ya tiempo—. Y después de escucharlos durante toda la cena pensé que aquello era exactamente lo que significa ser conservador: cierta idea de que el reparto es justo. Creer, de manera más o menos consciente, que si las cosas están así por algo será. Por algo relacionado con méritos propios y deméritos ajenos, supongo. Y claro, así no caben ni la responsabilidad ni el remordimiento, ni hay por tanto motivos para cambiar nada, más allá de los gestos de caridad que la propia generosidad dicte. Al fin lo he entendido.
Cocino yo. Cocinar al horno consiste, gran parte del tiempo, en poner una silla delante y sentarse a leer. A veces mis razonamientos me recuerdan a algunos de Murakami. Estoy leyéndolo por primera vez, Kafka en la orilla, y hay páginas muy interesantes, otras que me dejan indiferente y algunas que parecen las primerizas y obvias reflexiones de un adolescente: me refiero a estas.


Me inspiro en un post de un amigo y en una fuente preparo una cama, o lecho, de pimientos en tiras, cebolla en aros y patatas cortadas en panadera, con aceite y sal; a la media hora de horno le añado rodajas de tomate y más aceite y más sal, y revuelvo todo, deshaciendo por tanto la cama; y al cuarto de hora le pongo encima unos lomos de salmón de Mercadona, bastante caros pero irrisoriamente baratos comparados con comer fuera, y sal y pimienta, y el zumo de dos limones —pequeños, he de puntualizar, que tampoco puede saber solo a limón—, y lo horneo unos quince minutos más: no se imaginan qué rico estaba. Nos encantó a todos.


Además, mientras estaba en la cocina tuvo lugar una de esas reconciliaciones de abrazo que nos salvan la vida, y que hizo que de nuevo saliera el sol, aunque fuera lloviese sin parar.