Opinión

He pecado

"He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz". Borges
Laocoonte y sus hijos

TENGO DE cenar con mi hija en Santiago. Es la quinta y última vez en este primer curso suyo universitario: creo que he sido bastante comedido, y ella no parece estar en desacuerdo. Lo hemos pasado bien, aunque, como casi siempre, hemos comido demasiado; por eso, a pesar de ser ya las doce y media aún no me acuesto.

Por eso y porque estoy nervioso, excitado. Acabo de entrar en mi habitación, en Pontevedra. Es el cuarto año seguido, después de los tres de Madrid, viviendo por semana fuera de casa, en habitaciones como esta. Y la verdad es que estoy algo cansado. Lo de tener tiempo para uno mismo es estupendo, lo es, pero ya me ha llegado, ya no tiene gracia, ni yo tengo edad para que la normalidad consista en algo diferente a estar con mi familia.

Pero no es eso lo que venía a contarles. Lo que quiero decir hoy es que no lo estoy haciendo bien. Hablo, de repente, de la vida: no estoy viviendo bien. No sé exactamente dónde está el fallo, pero hay fallo, sin duda lo hay, y la consecuencia es que se me pasan los días, las semanas, los meses y los años, los años, sin estar más que regular. Sin disfrutar lo que podría y debería. Y no me contradigo con mi penúltimo artículo: esto es perfectamente compatible con pasar buenos ratos y apreciarlos. Pero hay algo por debajo, a mayor profundidad, que me lo pone difícil, que yo estoy haciendo difícil.
Mientras tomábamos una caña en las mesas de fuera de A Novena Porta, pasó un hombre de cara familiar. Era Manuel Gago, mi colega de estas páginas. Lo reconocí, me presenté y charlamos un par de minutos. Qué contento se te veía, me dijo Paula cuando me volví a sentar. Y sí, lo estaba, me alegró conocerlo. Pero inmediatamente, al oírselo, al pensarlo, una sombra de desánimo me pasó por encima. Como si las cosas buenas como aquella, en lugar de sumar, en lugar de ser un tanto a favor, sirviesen solo para recordarme que las alegrías son pocas, o no son las que querría, o no duran mucho, o una mezcla de todo. Como si todo fuese un espejismo, un intento inútil, un sí, pero: la amabilidad de Gago y sus elogios, la posibilidad de simpatizar o incluso la ilusión de un día a día distinto. Y yo no tuviese más remedio que resignarme a una realidad más gris, en la que la frustración es un estado normal.

Está el miedo, el miedo al futuro, que no es otro que el temor a la pérdida y al dolor que esta traerá

La frase de Borges resulta extraña al principio, hasta que uno es consciente de lo que puede sabotearse su propia vida, hasta que comprende en qué medida puede llegar a ponerse difíciles las cosas a sí mismo, llegar a negarse eso que el argentino llama felicidad. Y no hacen falta grandes ataques suicidas: basta con amargarse un poco el día a día, con no permitirse las alegrías que tiene a su alcance, con olvidarse de cuántos problemas no tiene. O, a veces, simplemente con abandonarse a la melancolía, con coquetear morbosamente con la tristeza.
Y eso hago yo.

Hay una frase de calendario que dice que la pena del ayer y el miedo del mañana son los dos ladrones que nos roban el hoy. Y es verdad que las frases de calendario tienen menos glamur que los versos bonaerenses, pero esta me radiografía de lado a lado. Por una parte, cada día lamento cosas que hice, que decidí y me pesan. Por mucho que intente convencerme de que en su momento no sabía más, no siempre me lo creo. Y me pesan. Cual bola a la que estuviese encadenado, me impiden avanzar o me obligan a hacerlo lenta, muy lentamente.

Por otro, está el miedo, el miedo al futuro, que no es otro que el temor a la pérdida y al dolor que esta traerá. Un dolor que anticipo, que imagino y no soy capaz de apartar a un lado. Una tarde en casa, una despedida de Marta, ver irse a mis padres por la calle, un beso en la cama a los niños, una comida en familia o mirarlos mientras estamos juntos: todo, que debería ser motivo de alegría, y lo es, con mucha frecuencia viene acompañado de esa angustia. Una angustia que no surge de la falta de certezas, de mi desconfianza en la suerte, sino —y eso es lo que la hace imposible de eludir— de la seguridad en las cosas que van a pasar sí o sí, que son solo cuestión de tiempo. Es verdad que a veces tengo miedo a la desgracia traidora, como Rosalía —la primera Rosalía—, pero por lo general es la vida, la vida que va a venir, que debe venir, la que se me precipita encima cuando arrimo la puerta de sus habitaciones por la noche y los dejo durmiendo.

El resultado es el anunciado: pierdo el presente, pierdo constantemente el instante presente, ese beso; que es tanto como ir perdiendo la vida entera oportunidad tras oportunidad. Y, por tanto, la desperdicio. Es la consabida maldición de no disfrutar de lo que se tiene, de tanto quererlo. De apretarlo tanto que se te escurre entre los dedos.

Y peco. Yo también peco. Por no estar sabiendo vivir. Por no saber apreciar mi suerte, valorar mi buena fortuna. Por haber permitido que la pena de lo que ya fue y el miedo a lo que vendrá me hurtasen tantos momentos, y seguir haciéndolo. Peco por no saber ser feliz con lo que tengo, a causa del temor a perderlo. Y es Marco Aurelio quien me interpela desde sus Meditaciones: "Ya es hora de que comprendas que la duración de tu vida es limitada. Esta es tu última oportunidad para serenarte. Aprovéchala".

Así sea.

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