Opinión

La tarde de los viernes

La sola posibilidad de decidir si me paraba o seguía caminando, aquella novedad, me hacía sentir un poco mayor

EL OTRO día iba en el coche con mi hijo sentimental —es un concepto que manejamos en casa: en el campo semántico de la pareja sentimental hemos incluido hijos y hermanos sentimentales, e incluso abuelos, tíos y primos sentimentales también— y, como estábamos los dos bastante callados, al cruzar una plaza le conté que yo, de pequeño, solía volver por allí andando a casa.

Yo debía de estar en 6º de EGB, y un par de días a la semana me quedaba a natación después de clase, así que regresaba andando, a eso de las seis y media. Iba ya duchado, con el pelo mojado y la bolsa al hombro, y recuerdo que me miraba en los escaparates al pasar, me fijaba con extrañeza en el movimiento de las piernas, como si me viese por primera vez. Creo que aquello, aquel momento de autonomía, el cruzarme con gente y la sola posibilidad de decidir si me paraba o seguía caminando, aquella novedad, me hacía sentir ya un poco mayor.

Pero me acuerdo sobre todo de las tardes de los viernes. Entonces todo cambiaba, porque era, claro, como ahora, el mejor día de la semana. "Hay menos alegría en la taberna que en el camino que conduce a ella", dice Cormac McCarthy en Meridiano de sangre; como siempre ha habido más alegría en la antesala del fin de semana que en el fin de semana mismo.

El viernes me esperaban dos cosas: la merienda y la serie de Las aventuras de Guillermo. Llegaba, dejaba la bolsa, me quitaba el chaquetón y me ponía las zapatillas y me sentaba con mi hermano, que ya estaba en casa, a verla.

Leí y disfruté la colección entera de Guillermo, de Richmal Crompton. Ahora está en la habitación de mi hijo, esperando a que él o su hermana se animen, aunque me pega que no va a suceder. Y, como con tantas otras lecturas que son sustituidas por otras más actuales, creo que se pierden algo bueno; algo mejor, en general, que su relevo. Y pasan los años y la edad de leer ciertas cosas se les pasa, y puede que se queden sin Julio Verne, Dumas, Scott, Stevenson… o Guillermo y sus Proscritos, su cobertizo, sus púdines, sus ranas y sus tirachinas.

Y no seré yo quien repita chorradas como que antes lo pasábamos mejor, o que estábamos más sanos a pesar de no usar cinturón en el coche y abrirnos la cabeza con los columpios de hierro oxidado. Porque no.

Pero sí me cuestiono las prioridades que impongo como padre, y el valor que le atribuyo a unas y otras actividades de los niños, cuando recuerdo la sensación de placer, yo diría que de absoluta felicidad, de sentarme en el sofá con el bocadillo sobre las piernas a ver la tele, y nada más.

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