Opinión

La tristeza secreta

La suya es una resignación madura, la de quien sufre pero tiene claro que la vida no acaba ahí

TODOS TENEMOS nuestra propia tristeza secreta": esa es la extraordinaria frase que alguien dice en un capítulo de la serie inglesa Endeavour. Una serie —precuela de otra de los 90 titulada Inspector Morse— que me ha encantado, y en la que se cuentan los primeros pasos del agente Endeavour Morse en la policía de la ciudad de Oxford. Las tramas, la parte puramente policial, no me parecen gran cosa, tienen poco suspense y no demasiado interés; en cambio, el escenario, el ambiente y los protagonistas son magníficos. Sobre todo él, Morse, un chico excelente, buena persona, inteligente, culto, honesto e idealista.

Al pobre, sin embargo, no le va muy bien. En el trabajo, su talento despierta recelos; en lo personal, está casi siempre solo y su vida sentimental apenas conoce esporádicas alegrías que ni duran mucho ni llegan a colmar sus necesidades —elevadas también, como era de esperar—. No, desde luego, no le va como se merece. Y da bastante pena. Él no se queja, sigue trabajando con seriedad, eficiencia y mucho interés, y no se queja. Lo cual hace que dé más lástima todavía, por descontado. Porque no se compadece de sí mismo ni llora por las esquinas. La suya es una resignación madura, la de quien sufre pero tiene claro que la vida no acaba ahí, y menos aún la de los demás, que bastante tienen con lo suyo sin aguantar los lamentos de otro. Da pena, pero despierta simpatía y admiración, y como mucho uno le daría un empujoncito.

En cambio, la protagonista de la pesadísima película francesa El porvenir, Isabelle Huppert, es una buena y entregada profesora de filosofía, casada con un colega y madre de dos buenos chicos, culta, reflexiva, reconocida en su ambiente, dueña de una casa sin alardes pero repleta de libros y acogedora, y protagonista de una vida intelectual llena de conversaciones intelectuales con gente intelectual. Y sin embargo resulta patética. Incluso antes de saber que su esposo la engaña y va a dejarla por otra.

Patética porque le falta lo esencial, le falta el centro en el que todo se apoya y, con toda su inteligencia, parece no saberlo. Porque actúa como si todo fuese bien, al contrario que Morse, que tiene claro que no. Por eso es cuando se desmorona, cuando se resquebraja su armazón racional y sale el dolor, al que no hay teoría filosófica que sirva de consuelo, el único momento en que parece vivir. Solamente cuando se derrumba y llora con la cabeza apoyada en la ventana del autobús da la sensación de estar al fin viva. Cuando no le da la espalda a su propia tristeza secreta.

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