Opinión

¿Logros? ¿Qué logros?

El fin de semana ha acabado hace unas horas. Terminó cuando dejé de verla por el retrovisor, diciéndome adiós con la mano en medio de la calle.

AHORA HAGO en tren el trayecto León-Madrid. Resulta que Palencia no es únicamente un nombre más en la lista de las provincias castellanas: es una provincia castellana. Quiero decir que uno va sentado en el tren, cruzando a toda velocidad unos campos verdes que se pierden en el horizonte, y es Palencia. Y llega a pueblos como Cisneros, como Villalcón, y pasa junto a ellos y los deja atrás, asombrado de que fuesen ilustraciones de un libro para niños, y todo aquello es Palencia. Como lo es, también, la mayor concentración europea de monumentos románicos.

Y, en lugar de bajarnos del tren y verlo todo, e incluso, en primavera, pensar en alquilar una casita vacía y salir a pasear por la mañana temprano y al caer la tarde, y recalar en el único bar que habrá, nos vamos a Puerto Vallarta o a ver el mar de templos de Bagan. Que son sitios muy bonitos, y ver mundo viene bien; pero es que a Palencia no hemos ido en la vida, ni pensábamos ir.

Este paisaje, además, a mí me recuerda a aquella etapa, hará unos catorce años, en la que durante varios meses me sentí de pie en el medio de una inmensa llanura en la que no había caminos trazados. Yo no los veía, al menos. Era una situación donde coincidían el desamparo y la sensación de libertad. Y era bueno y malo a la vez.

He dejado a Doris Lessing y su Cuaderno dorado, porque, aunque de vez en cuando decía cosas interesantes, no compensaban todo lo que había que leer entre una y otra; me cansé de tanta acotación perspicaz. Y he empezado, por prescripción paterna, El recurso del método. Hace ya no sé cuánto que leí los tres o cuatro libros de Carpentier que he leído, deslumbrantes todos. Y resulta que enfrente de mí, al otro lado de la mesita, viaja una pareja joven. Él tiene veintiocho años, y ella, diría que alguno menos. Son los flamantes padres de una niña de dos meses y medio que me mira asombrada, cuando no está comiendo ni llorando. Y yo levanto la vista del primer capítulo parisino de otro dictador latinoamericano ficticio más —este, culto, con una hija que se va al Festival de Bayreuth como quien no quiere la cosa—, de un país que no es ninguno sino varios a un tiempo, y los veo a ellos. La chica es boliviana, bajita y gordita y guapísima, con unos ojos, por encima de la mascarilla, de diosa aimara, y el padre, brasileño del estado de Goiás, y lleva en España desde los catorce años. La pequeña, Sofie, es de Valladolid, y ellos parecen orgullosos de que sea así. Pucelana, me dice él. Se turnan para hacerla callar y se ríen. Se llaman mamá y papá y se hablan con cariño, y, al irse a bajar, ella me dice en voz baja que la gente se va a alegrar de que pare tanto ruido. Se despiden amables y se van, y yo no me quiero poner facilón, que para eso ya está mi hermano pequeño, pero me quedo pensando que hace falta tener muchas limitaciones mentales para ver a aquella familia como un problema; y ya no digamos como una amenaza.

Ha sido un fin de semana que tenía todo a favor, y sin embargo ha salido mal: me falta tiempo y me sobra ansiedad.

Unas horas antes, el fin de semana había acabado. Como cada domingo, al dejar de decir adiós y cerrar la ventanilla del coche; en ese mismo momento. Ha sido un fin de semana que tenía todo a favor, y sin embargo ha salido mal: me falta tiempo y me sobra ansiedad. Tiempo para estar con ellos y ansiedad —tan mala consejera— por que estos días compensen el resto. Ni siquiera probar por primera vez los sándwiches de pepino me levantó el ánimo. Luego, en casa, miré las nubes desde la ventana, para ver si me salvaban como otras veces, pero no lo conseguí, me pesaba todo demasiado para elevarme.

Mañana, día 31, cumplo cincuenta y un años. No recuerdo con certeza, sin poner yo ahora demasiadas cosas de mi propia cosecha, qué esperaba yo de la vida cuando era pequeño. Pero me temo que, de aquella lista olvidada, como mucho intuida, poco se habrá cumplido. Ni un trabajo fuera de lo común, ni recorrer el mundo ni, no sé, nada que no sea lo normal y corriente. Ningún logro que me hiciera alguien especial. Y estoy casi seguro de haber tenido la vaga idea de que lo sería, de que aquel niño esperaba serlo. Ser algo diferente. Pero yo tampoco voy a ser recordado por nadie, salvo por quien me quiera.

Quizá esté bien así, quizá la vida me haya ahorrado todas las decepciones que me aguardaban tras esas metas. O quizá estaban verdes, como las uvas. En cualquier caso, al final, son logros sentimentales los únicos que ha habido y, por tanto, los únicos que cuentan. Imagino que por eso, porque lo son todo para mí, subo y bajo con ellos de esta manera, impropia de mi avanzada edad.

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