Opinión

Los listos

Hay dos tipos de personas que no soporto: los listos.

 

Bueno, en realidad hay más, y los hay mucho peores, claro. Hay actitudes y maneras de ser infinitamente más negativas y graves. Tanto, que son unánimemente condenadas y se consideran ilegales y merecedoras de un castigo.

Pero, si dejo a un lado esos otros rasgos de la personalidad socialmente inadmisibles, y dado que normalmente tengo la suerte de no relacionarme con asesinos, ladrones, violadores o extorsionadores, entre los comportamientos no perseguidos hay un par que me molesta especialmente. Y con los que, por desgracia, sí es frecuente tener que lidiar.

Esos dos perfiles que coloco en el tope de la pirámide de lo que me cabrea son el caradura, por un lado, y el escéptico-cínico-destructivo-de vuelta de todo, por otro. 

El primero es fácil de definir e identificar, y todos tenemos ejemplos a mano: es el jeta, el tipo de persona que le echa morro a la vida, que solo piensa en sí misma, que se aprovecha de forma egoísta de todas las ventajas que se le presentan -y que no se ha ganado-, que se escaquea, que rehúye las cargas, los deberes y las responsabilidades, pero es el primero en exigir sus derechos o su parte del pastel, que toma y no da, que, normalmente sin traspasar la línea del delito, pero a menudo rozándola, sabe cómo sacar partido de cualquier situación dudosa, de cualquier vacío legal, de cualquier falla en el sistema. Y siempre, siempre, siempre, presume de todo ello: él sí que sabe, no como los demás pardillos.

Para el segundo ya ven que no me sale un nombre, pero como perfil tampoco ofrece demasiadas dudas. Es esa persona que, en cualquier conversación, en cualquier discusión, al opinar sobre alguien, o sobre algo, o sobre una idea, sobre un proyecto, una propuesta, una reforma, una posibilidad, un cambio, una novedad, una recuperación, una construcción, una destrucción, un intento, un hipotético avance, un retroceso, un lugar, una época, una unión, una ruptura, un clima, un sistema político, una ideología, la contraria, la democracia, el arte, la enseñanza, la política, la literatura, las asociaciones de amas de casa, la ONU o el sistema métrico decimal, considera, indefectiblemente, que todo es una mierda, que nada vale para nada ni va a salir bien, que es una pérdida de tiempo, dinero y esfuerzo, una tontería, y que él ya avisa, ya lo advierte. Porque desde luego él ya lo tiene claro, tiene claro que nada va a ningún lado, unas veces por unas razones y otras por otras, pero casi siempre porque la gente es muy burra o muy mala, o las dos cosas.

En realidad, si lo pienso bien creo que ambos perfiles tienen algo en común. Que, de hecho, casi pueden entenderse como dos manifestaciones distintas de un mismo defecto: ser un listo. No listo, sino un listo o una lista.

El optimismo es sinónimo de ceguera, y la ilusión, el entusiasmo o, en realidad, cualquier intento bienintencionado de lo que sea, pruebas de una ridícula candidez

El listo no tiene por qué ser inteligente, y a menudo incluso desprecia la inteligencia en su concepción más convencional -relacionada con el raciocinio, la abstracción, la reflexión, etc.-, que le parece, como todo, una tontería sobrevalorada y poco útil. Desprecia también el conocimiento en sí mismo, y por tanto el estudio o cualquier empeño en formarse, salvo para aportar el dato exclusivo que echa por tierra cualquier sugerencia, o cuando le proporciona alguna ventaja frente a los demás. Pero siempre desde el cinismo, siempre desde la posición del que no se deja engañar, desde el punto de vista de quien sabe la verdad de fondo, del que no se cree nada, del que no pica, porque está de vuelta de eso y de todo lo demás.

Para el listo, el optimismo es sinónimo de ceguera, y la ilusión, el entusiasmo o, en realidad, cualquier intento bienintencionado de lo que sea, pruebas de una ridícula candidez. Por descontado, el idealismo no es más que ingenuidad. El caradura se ríe de los demás pringados; el experto resabido, también.

Los listos, sean caraduras o abridores de ojos, son rémoras, parásitos. Porque, tomen o no tomen, no dan nada. No aportan nada. Los caras, porque su cálculos de maximización de beneficios no lo admiten: puede que lleguen a hacer algo, pero será siempre para ganar mucho más a cambio. Los otros, porque no solo no contribuyen, no arriman el hombro -total, para qué, si de sobra saben ellos ya…-, sino que dinamitan lo que está a su alcance, son los perfectos artífices de las profecías autocumplidas: en el trabajo, en sus relaciones, en su aspecto más social, con infatigable tesón van empeorando todo lo que tocan hasta lograr que acabe fracasando. En cuyo momento te dirán que ya ves como tenían razón.

Y no puedo darles mejor consejo, a este respecto, que este: aléjense de los listos, sáquenlos de su círculo de amistades, de su entorno laboral, de su empresa, de su equipo, de su partido, de su tertulia o de su club de petanca. De sus vidas. Aléjenlos de ustedes.

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