Opinión

Mallo y la artritis

Entre el traqueteo y la luz mortecina, dudo un poco, pero sí, llora

ESTOY LEYENDO en un taburete del vagón cafetería. Llega una mujer de unos cincuenta y pico, a la que hace un rato he visto dudar de cuál era su plaza y en qué clase viajaba, se sienta a mi lado y pide un rioja. Le ponen un botellín y un vaso de plástico. Se sirve un poco y bebe mirando fijamente a la oscuridad que corre tras la ventana de enfrente. Tiene las manos muy deformadas por la artritis. Cuando al cabo de un rato vuelvo a mirar para ella me doy cuenta de que está llorando.

El libro es Trilogía de la guerra (Seix Barral), de Agustín Fernández Mallo. Hace ya años que leí su otra trilogía, el famoso proyecto Nocilla, y me interesó y me gustó —que no es lo mismo—. Fernández Mallo es un científico que escribe; es más: es un físico poeta. Y eso se nota y crea una combinación muy atractiva. Ya lo dice mi amigo Javi, que es ingeniero y filólogo y defiende, desde siempre, que la separación entre ciencias y humanidades es artificial y absurda y nos está haciendo un flaco favor. En este caso, a mí me da la impresión de que la literatura, a lo largo de todo el libro, traspasa la barrera tácita que suele respetar, y es como si de repente pudiese abarcar mucho más. Cuando leo a Javi me pasa lo mismo: hay más posibilidades.

La mujer, sin hacer ruido y sin moverse excepto para dar algún trago, llora. Entre el traqueteo y la luz mortecina, dudo un poco, pero sí, llora. Y yo, influido por la atmósfera onírica del libro y puede que por el sueño, en un razonamiento de loco lo relaciono con que tenga artritis. Como si el problema de sus articulaciones influyese en general en sus reacciones, hasta el punto de que fuese una tontería que yo intentara entender lo que le pasa; como si su llanto obedeciese a causas incomprensibles para mí, que no tengo artritis. Y sigo leyendo. El protagonista encuentra las mismas galletas en forma de perro embarazado —así lo dice Mallo todo el tiempo; no perra preñada, sino perro embarazado—, hechas con leche humana, en Nueva York, Uruguay y la isla de San Simón, en la ría de Vigo. Lo que cuenta se mezcla con lo que cuenta que le cuentan, y si interrumpo la lectura unos días puede resultar bastante confuso. Vuelvo a observar a la mujer: sigue llorando mirando su reflejo en el cristal. Pero no veo que ninguna lágrima gotee de su barbilla. Claro que con esta luz cualquiera sabe. Otra señora, a mi izquierda, la mira y me mira. Al cabo de un rato cierro el libro con los ojos cansados, me levanto y me voy a mi compartimento.Ya solo quedan once horas de viaje.

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