Opinión

Mogambo

Clark Gable es el explorador de la selva mejor peinado de todos los tiempos.

COMO LOS antiguos británicos en Birmania, los protagonistas de Mogambo, en su bungaló en Kenia, cenan de esmoquin. Y ellas, además, pasean por la jungla de vestido. Ava Gardner, sobre todo, que espera la lancha en un pantalán como quien espera un taxi en los Campos Elíseos.

Ava o Grace, morena o rubia, experimentada o cándida, peligrosa o vulnerable, se supone. Dos estereotipos enfrentados, cada uno con sus atractivos, casi contrapuestos en todo excepto en la belleza. A mí la Gardner nunca me ha encantado, a pesar de lo indiscutiblemente guapa que es; porque siempre me ha parecido, a cualquier edad, una señora y nunca una chica. Su cara, para mí, era de mujer madura desde el principio. En esta película tiene treinta años y hay algo en su expresión que lo contradice. Grace Kelly tenía unos veinticuatro, y él, el cínico y medio canalla galán de ambas, más de cincuenta.

Hay una escena en la que Ava, con su vestido entallado y su pitillo, y Gable, con sus pantalones subidos y su ceja enarcada, están en el porche mirando la selva, y las sombras de un estor de paja les rayan la cara. Me recuerda a algunas viñetas del Corto Maltés, tan sugerentes, que tan bien conjugan el atractivo de la aventura y el atractivo de la vida interior. Mismos escenarios exóticos, o convertidos en exóticos, aunque no lo sean –Suiza o Venecia, por ejemplo- por la sola presencia del marino apátrida. Por cierto, hablando de ambiente marinero, Clark Gable era gaditano; aunque el Cádiz donde nació fuese el de Ohio, en Estados Unidos.

Somerset Maugham describe, en su magnífica El caballero del salón, en la que cuenta un largo viaje suyo por el antiguo Siam, cómo los nativos, al saber que llegaba, le construían, literalmente, una casa y lo recibían como a un embajador plenipotenciario, al que, de hecho, le planteaban problemas y hacían peticiones, con la esperanza de que las elevase ante las instancias correspondientes. Sus sirvientes, por otra parte, se adelantaban y lo esperaban con al menos un gin-tonic. A su hora, además, sacaban su juego de té y lo desplegaban, como un símbolo más de distinción en el que sustentar un estatus, una demostración de que aquellos seres no eran comparables a ellos, una forma de resultar incuestionables. El mundo ha visto, y ve, cosas sorprendentes.

Todo esto de pensar la vida y de procurar un marco que nos permita situarnos me parece que tiene que ver con la madurez, con la edad

Como en un atardecer del principio de la película, sobre un río flanqueado por la jungla infinita, desde mi ventana veo reflejarse el sol poniente sobre la ría de Pontevedra. A lo lejos, la isla de Ons.

El nuevo curso ha comenzado para todos, y para todos en casa ha supuesto alguna novedad, excepto, quizá, para mí. Y, aun así, tengo la sensación de que, si no me paro a pensar, a pensarla, la realidad avanza demasiado rápida y desapercibida, de manera inconsciente. Necesito detenerme, frenar la inercia, y comprobar dónde estoy y a dónde quiero ir, qué tal me encuentro en mi situación actual y hacia dónde me gustaría moverme, si es que quiero moverme. Pero todo eso pasa, primero, por parar, por parar a pensar. Aunque luego la vida juegue con nosotros y se ría de nuestros planes.

Con los años, experimento un extraño proceso, casi paradójico, por el que creo entender mejor a los demás, y, a la vez, estoy menos dispuesto a soportarlos, y a soportar, en general, lo que no me gusta. Aumenta el número de posturas, actitudes, temas y asuntos que me interesan, o eso quiero creer, pero sin duda disminuye mi capacidad para disimular ante los que no. Con las personas, en particular, es algo como: “Te entiendo, pero que te aguante otro”. Paradójico, ya digo, y no sé si es bueno, porque refleje un criterio más formado, o malo, por ser un síntoma de inflexibilidad. A mí mismo me digo que mis referencias son cada vez menos y más claras. Y una de las consecuencias es ir dándole menos importancia a las opiniones ajenas, lo cual tiene una parte liberadora.

Todo esto de pensar la vida y de procurar un marco que nos permita situarnos me parece que tiene que ver con la madurez, con la edad. Pasan los años y no sé qué sabemos; no sé si tenemos más respuestas o si lo que ocurre es que las preguntas son menos. Aunque sin duda van más al fondo y son tan difíciles como siempre, como cuando éramos jóvenes y sabíamos que estábamos perdidos. No estoy nada seguro de haberme encontrado, la verdad.

Corto Maltés también busca, sin descanso, algo. Un hombre y una mujer en África se dejan llevar por la pasión porque están lejos de todo. Viajar se parece, a menudo, a escapar. Está por ver si Grace Kelly, la sensata Linda, será capaz de dejar todo aquello atrás, si será capaz de encontrarse o estará perdida ya para siempre. Vivir, incluso, se parece a veces a escapar. Pero los problemas que importan tienen la molesta costumbre de acompañarnos, hasta que les hacemos caso.

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