Opinión

Hasta que se ponga el sol

Cruzamos Castilla cuando los días ya son largos. Una luz cálida y dorada nos envuelve y lo baña todo.

UNA LUZ QUE acentúa el contraste entre los campos verdes brillantes y el cielo gris oscuro, azulado. Hasta bastante más tarde de las nueve todavía es de día. En Valladolid, las parcelas de cereales, inmensas, parecen prados de hierba. Hace frío, según el coche, pero aun así querría bajarme y ponerme a andar, alejarme de la autovía y al cabo de un rato pararme, quedarme de pie mirando al horizonte.

La belleza como refugio, siempre. Y, a veces, como escapatoria. Como escapatoria cuando dan ganas de irse, de pasar de todo: de los datos subjetivos, de las explicaciones inculpatorias, del fango electoral, del estado de opinión, de las discusiones, de todos los locos y sus respectivos temas.

Pero no puede ser. Sería un suicidio, claro, te pasarían definitivamente todos los bárbaros por encima, te sepultaría la basura, si no intentases defender lo que consideras un rescoldo de sensatez. Aunque te canses de hacerlo, te cabrees y te parezca inútil, no cabe otra opción, supongo. Aunque te decepciones.

Como el otro día, cuando un amigo me dio una versión de la pobreza y de la inmigración que, directamente, no puedo comprender que pueda sostener alguien con mundo, con cultura y cabeza, como él. Una versión del pobre y del inmigrante que no repetía todos los tópicos liberales, pero casi. Y una visión de las políticas sociales y migratorias que, repito, solo justifico si veo ignorancia. Y no era el caso.

Que nuestras políticas de ayuda solo tienen sentido cuando el beneficiario es un ciudadano honesto, cumplidor, que ha hecho todo lo que ha podido y, desde luego, agradece lo que se hace por él.

Al margen de varios lugares comunes en este tipo de posturas —el porcentaje de vividores que se aprovechan del esfuerzo de los demás, el porcentaje de delincuentes y vagos que emigran, la preferencia de los extranjeros a la hora de percibir ayudas, etc.—, hubo algo que me llamó la atención: la idea de que quien recibe una ayuda del Estado, o el que es acogido en un país, debe merecérselo. Que nuestras políticas de ayuda solo tienen sentido cuando el beneficiario es un ciudadano honesto, cumplidor, que ha hecho todo lo que ha podido y, desde luego, agradece lo que se hace por él. Y que, por lo tanto, el que rechaza cualquier oportunidad, por excepcional que sea su caso, o reacciona mal ante las aproximaciones de la sociedad, y no está a la altura de las oportunidades que se le brindan, no se merece nada, y automáticamente está justificando el cese de esas políticas.

Así que, por un lado, en un país donde defraudamos lo que podemos a Hacienda —les recuerdo que el Iva es un impuesto—, donde los casos de corrupción entre los políticos ya casi no son noticia, donde nos tienen que poner bolardos para que no aparquemos sobre la acera, o donde, en cuanto creen que deja de ser obligatorio, varios miles de energúmenos se pasan por el forro la distancia social y la mascarilla, en ese país, curiosamente, esperamos que quienes menos formación han recibido, quienes menos referencias positivas tienen alrededor, quienes no acaban de ver qué les da a ellos la sociedad, y quienes no encuentran, en fin, motivos para la esperanza, se porten con civismo y responsabilidad. Como si en un barrio de chabolas le afeamos a un niño que tire un papel al suelo. Como si la pobreza solo consistiese en no tener dinero. Es más, pretendemos que alguien que ha escapado, por ejemplo, del hambre y la guerra, de sociedades donde la vida no tiene valor y apenas conocen su cara amable; alguien que ha viajado durante un año a través del desierto, que ha esperado en ciudades donde fue presa de todos los desalmados, y se ha embarcado en un mar que no sabía dónde acababa y se ha puesto en manos de criminales que dejaron morir a su familia, ese alguien, digo, pretendemos que reaccione con madurez, de buenas formas, con seriedad y sentido común ante nuestros buenos gestos.

Con dos cojones. También habrá quien se crea que ayudamos —lo que les ayudamos— a los Estados menos desarrollados porque tienen mala suerte, pero tras asegurarnos de que son unos países sanos que hacen todo correctamente.

Confundimos, no ya la justicia, sino la política, con la caridad, y nos creemos que las políticas sociales, las políticas migratorias o las ayudas al desarrollo son una cuestión de generosidad.


Y, por otra parte, resulta que confundimos, no ya la justicia, sino la política, con la caridad, y nos creemos que las políticas sociales, las políticas migratorias o las ayudas al desarrollo son una cuestión de generosidad. Como si lo fueran. Como si tratar de sacar a nuestros vecinos, y a los hijos de nuestros vecinos, de la pobreza, fuese altruismo. Como si no nos interesase a nosotros. Como si ayudar a las zonas del mundo que un día sí y otro también saltan por los aires, y acumulan tanto dolor, tanto sufrimiento y —oh—tanto odio, fuese solo un acto de bondad. Como si, con todo eso, no estuviésemos poniendo diques al caos, como si, cada vez que hacemos que la vida de los demás valga la pena, no estuviésemos salvando también la nuestra.

Pues hay quien cree todo eso. Y no puede ser. Porque una cosa es qué opinión nos merecen los problemas y qué queremos hacer al respecto, y otra, muy distinta, entenderlos o no.

Así que en ocasiones, y con disgusto o pereza, según el caso, hay que discutir. Aunque lo que en ese momento nos apetezca sea andar entre los campos y detenernos a mirar el horizonte hasta que se ponga el sol.

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