Opinión

Rayos y truenos

Estamos hablando en una terraza del norte de Madrid. Sigue siendo caro, pero menos que el centro. Mi amigo sostiene que en esta ciudad debe de haber más de un millón de personas con dinero. No millonarias, no realmente ricas, pero sí con dineros, casas donde entran de diez mil euros mensuales para arriba

Lo ha calculado. Y se basa en la extensión y población de varios de los barrios de la capital, y en el coste de la vida, y sobre todo en el precio de la vivienda, en ellos. Yo no lo sé, no soy capaz ni de aventurar cifras, pero sí es evidente, paseando por algunas zonas, sabiendo cuánto cuestan las casas, mirando por las ventanas, conociendo la hostelería y viendo las tiendas de ropa, los coches que pasan, los gimnasios o las boutiques de ultramarinos, que hay mucho dinero. Mucho.

Cenamos barato, a precio de Ferrol aunque no con la misma calidad, y al levantarnos empieza a llover. En cinco minutos estamos bajo una lluvia torrencial y los truenos se van aproximando a los relámpagos a toda velocidad. Nos despedimos y, mientras vuelvo andando, los últimos rayos ya parecen caer a mi lado. Voy caminando entre árboles y me da miedo achicharrarme. Mueren unas veinticuatro mil personas al año, en todo el mundo, a causa de los rayos.

Está bien, que llueva. Hasta empaparnos. Y que haga frío. Incluso el calor, que aborrezco, tiene su lado bueno. Porque todo eso nos recuerda que seguimos habitando un mundo físico, no tan domesticado como pensamos, que se escapa a nuestro control. También nos lo recuerdan las pandemias, pero ese es otro tema. La meteorología, como la geografía, como la orografía, puede condicionar menos nuestras vidas aquí en esta parte del mundo que en otras, pero de vez en cuando levanta las cejas y nos pone en nuestro sitio. Solo estas lluvias y estos truenos bastan para retrotraernos a las cavernas, cuando el ruido y las luces nos aterraban y tratábamos, al fondo de la cueva húmeda, de que no se nos apagase el fuego. Hasta en los mejores barrios se tiene un pasado animal.

Ese viento y esa lluvia, y el terreno escarpado que sostiene las vías, ya estaban ahí y ahí seguirán cuando nosotros y la línea férrea hayamos desaparecido.

Al día siguiente, en el tren, cuando me despierto en mi butaca, creo que en la provincia de Zamora, está cayendo un chaparrón tan fuerte que se ha hecho de noche aunque todavía son las cinco. El agua corre a ríos por el cristal y parece que estoy en un barco. Y estamos cómodos y a cubierto, pero aun así pasa un poco eso: lo de ahí fuera no es un vídeo, sino una realidad física capaz de imponerse y a la que le damos igual. Ese viento y esa lluvia, y el terreno escarpado que sostiene las vías, ya estaban ahí y ahí seguirán cuando nosotros y la línea férrea hayamos desaparecido.

Esa misma sensación, pero infinitamente mayor, se tiene navegando. Navegando en alta mar, a varios días de la tierra más próxima. Entonces, a poco que uno piense dónde y cómo está, qué supone ese barco en la inmensidad que lo rodea, apenas un cuenco flotando con miles de metros de agua bajo él, la sensación de insignificancia es absoluta. Y la consciencia de que ese elemento, esa masa, solo tiene que agitarse un poco, estremecerse, para pasarte por encima, para tragarte entero y sepultarte en las profundidades, a veces da vértigo y sobrecoge.

Pero, al mismo tiempo, te hace sentir vivo. Estar presente de ese modo, estar en contacto de una manera ya tan excepcional, tan alejada de nuestro escenario corriente, con la realidad física, con el mundo, con el planeta —si se me permite la expresión—, te hace sentir, sin duda, un privilegiado teniendo una experiencia única. Única y real —a veces, demasiado—, en contraste con los entornos cerrados y bajo control, el hormigón y el cristal, las pantallas, la contraseñas y los bites.
Por eso navegar es extraordinario.

Debe de valer la pena salir a andar y ver delante los campos rectos, desde tus pies al horizonte

Y por eso, más o menos, me gustaría venir a pasar un par de meses a uno de estos pueblos castellanos en medio, a ojos de un gallego, de la nada. Porque debe de ser parecido, pero, en lugar de agua, tierra hasta que se pierde de vista. Debe de valer la pena salir a andar y ver delante los campos rectos, desde tus pies al horizonte. Y alejarte un poco y retroceder en el tiempo a medida que te vas notando solo y expuesto.

Pero venir sin internet. Para no poder subir fotos de los flamígeros atardeceres, ni del techo de nubes ni de un bando de perdices levantando el vuelo muy de mañana. Para compartirlo solo con quien esté aquí y, si no, vivirlo a solas, en la intimidad. Como si las experiencias importaran por sí mismas, y no por las reacciones que provocan entre unos cuantos conocidos durante un par de horas. Mirar este cielo rojo, y la tierra marrón y un árbol a lo lejos, y que eso sea suficiente.

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