Opinión

Sobre gustos

¿A usted qué le parece que las mujeres no se depilen las piernas?
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LAS APARIENCIAS importan. Pretender lo contrario es completamente ingenuo. Forman parte de la información que captamos a través de los sentidos, y que nos permite extraer conclusiones sobre nuestro entorno y preparar respuestas adecuadas. Sin ese análisis que consciente e inconscientemente hacemos sin parar, seríamos mucho menos eficientes. Nos resulta útil para relacionarnos en sociedad, para ofrecer ayuda o pedirla, para ligar, para elegir los alimentos y, en casos extremos, para sobrevivir, como sobreviven las cebras que saben de qué leones escapar antes de que comiencen a perseguirlas. 

El problema surge cuando ese proceso se hace mal. Cuando malinterpretamos los datos que recibimos y llegamos a resultados erróneos. Entre otras cosas, porque nos basamos en referencias equivocadas o en prejuicios que no sirven, por trasnochados, por sesgados o por directamente falsos. Pero, ojo, bien o mal, seguiremos utilizando las apariencias, en el sentido más amplio de la palabra, para desenvolvernos en nuestro día a día. Por eso los médicos, la policía y los camareros llevan uniforme. Por eso los adolescentes se mimetizan con su grupo. Por eso no es recomendable entrar en un banco con un pasamontañas, por mucho frío que haga.
Pero, de toda la vida, el principal y más común error ha sido confundir la estética con la ética, juzgar el fondo por la forma. Y, más concretamente, clasificar a las personas en respetables o no en función de su aspecto. Se ha hecho, y se hace. Y por lo general va de arriba abajo, aunque también haya quien considera que llevar corbata te convierte un cretino.

No obstante, a mí me parece que esto, en general, se va superando poco a poco. Que ya solo los más recalcitrantes se atreven a descalificar a alguien por su pinta. Que ya casi todo el mundo tiene claro que la bondad de una persona no va unida a una ropa, un pelo o una música. Y que, en todo caso, es algo tan comúnmente asumido que quienes siguen sin verlo así suelen cuidarse de no expresarlo en voz alta, suelen disimular.

Sin embargo, mi impresión es que ahora esa confusión surge, cada vez más, por parte de quien es objeto del comentario. Que es quien recibe una opinión que no coincide con la suya quien, a menudo, se siente atacado y reacciona como si se le estuviera censurando. Que no se admiten las críticas. Y ante ellas, mezclándolo todo, se suele contestar esgrimiendo el derecho a decidir.

Si hemos llegado a aceptar que el gusto es solo eso, una preferencia, debería resultar obvio que decantarse por algo no siempre significa considerarlo objetivamente mejor ni moralmente superior. De hecho, casi nunca significa eso. Que decir que algo no nos gusta no tiene que entenderse como un ataque, ni como un ataque al derecho a elegir. Que gran parte de nuestras opiniones reflejan tan solo una inclinación estética o afectiva, o una costumbre; y no son juicios. Y, sin embargo, repito, son mal recibidas, son rechazadas por inapropiadas, por estar de más, por ofensivas. Y a veces pienso que una de las múltiples causas de nuestro crispado estado de opinión, de la sobreexcitación de nuestro debate público, es esa confusión entre juicios y opiniones. O, más filosóficamente, como decía, entre ética y estética.

Y ya sé que mis gustos son el resultado de la tradición, de la costumbre, de lo aprendido, de unos esquemas culturales y de los anuncios


¿Qué me parece que las mujeres no se afeiten las axilas? Pues no me gusta. Nada. Es más, la verdad es que el vello en general, y el de las axilas en particular, me resulta bastante desagradable. También en los hombres. ¿Significa eso que me parece mal? No. ¿Considero que deben afeitarse? En absoluto. ¿Tienen derecho a no hacerlo? Pues claro, solo faltaría. Y yo tengo derecho a preferir otra cosa.

Y ya sé que mis gustos son el resultado de la tradición, de la costumbre, de lo aprendido, de unos esquemas culturales y de los anuncios. Ya lo sé, sé que todo es un maldito constructo social. Como el matrimonio, el Estado, los Derechos Humanos o no poner el bidet en la cocina. Pero eso no lo hace menos real, ni menos relevante, ni automáticamente condenable. Como no son condenables los pasos de cebra, y más artificiales no pueden ser. Y no solo eso, sino que tengo claro y asumo que mis parámetros de belleza para hombres y mujeres difieren en bastantes cosas, y que tienen bien poco de racionales, y que incluso, algunos, son herederos de asunciones más que discutibles. Y nada de eso los convierte en vergonzosos. Porque, al mismo tiempo, respeto el derecho de ellos y ellas a pasarse por el forro mis parámetros de belleza.

No me gustan las mallas, ni las gorras ni los zapatos castellanos, y odio los vaqueros rojos. Usted puede encontrar absurdo vestir algo que no sea un chándal, puede despreciar cualquier norma de etiqueta o decidir no teñirse ni la primera cana. Y a mí puede no gustarme. Y ninguno de los dos debería enfadarse. No se me ocurriría exigirle que me hiciera caso, pero reclamo que a mí no se me obligue a que me dé igual. Porque no me da. Usted no está haciendo nada malo, y yo tampoco. Por eso no tiene ningún sentido que se me mire mal si digo que me alegro de que mi mujer se depile las piernas. O que se me recuerde que está en su derecho a no hacerlo: ya lo sé, lo sé de sobra. También está en su derecho a pasarse el día en bata, y yo en calzoncillos y camiseta de tirantes, pero a mí no me gustaría, qué quieren, y estoy casi seguro de que a ella tampoco.

Los gustos son solo eso, gustos, no juicios de valor, y expresarlos, si se hace desde el respeto, no debería ser un problema. ¿Es tan difícil entender que, porque no me gusten los tatuajes, no creo que quienes los llevan sean unos macarras? Marta acaba de hacerse uno y siguen sin gustarme, pero ella sí. Y la considero buena persona y todo.

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