Opinión

Un hotel antiguo

Un gran hotel, con un pasado de esplendor, es elevado a la categoría de símbolo de la cultura de un continente.

GRAND HOTEL Europa (Acantilado) es el primer libro de Ilja Leonard Pfeijffer que leo. De hecho, es el culpable de que sepa quién es Ilja Leonard Pfeijffer, un holandés del que no había oído hablar en mi vida, a pesar de que no es precisamente alguien que pase desapercibido, ni por su aspecto ni ­—a juzgar por esta novela— por las cosas que dice.


Me ha gustado, pero no tanto como supuse durante las primeras páginas, en las que creí que me esperaban seiscientas páginas en un hotel antiguo y decadente, con jardín de rosas y servilleteros de plata. No fue para tanto: le doy un Notable, que no está mal, y un Sobresaliente a la portada, preciosa. Pero es una lectura muy recomendable que, básicamente, y además de contar una historia romántica en primera persona, habla de dos asuntos: Europa y el turismo. Por un lado, el declive, fundamentalmente económico, de nuestro continente, y por otro, el turismo de masas –el único que existe ya, en realidad—, catalogado como verdadera plaga bíblica, una vez sustituidas las langostas por gente en chanclas y bermudas.


Sobre Europa, Ilja —ya tenemos cierta confianza— hace una serie de valoraciones acerca de su economía y sus pobres opciones de futuro, aparte de la de convertirse en el parque temático del planeta. Unas más discutibles que otras, pero poco subjetivas y, desde un punto de vista novelesco, poco interesantes. Pero le da vueltas también, una y otra vez, a algo más personal y menos aséptico: el peso que en nuestras sociedades tiene la cultura, y el que en nuestra cultura tiene nuestro pasado; un pasado que nos ocupa tanto, y ocupa tanto sitio —por no decir todo el sitio—, que no deja espacio al futuro. Un pasado considerado un simple dato en el resto del mundo, pero omnipresente y respetado, reverenciado, en el viejo continente.


Sobre el turismo, por su parte, dice lo que yo hace tiempo que considero evidente: que destruye aquello que lo origina, que se encarga de acabar con lo que iba buscando, de desvirtuarlo, de deformarlo hasta dejarlo irreconocible. La presencia del visitante como veneno letal para lo visitado. Además, aprovecha varios personajes del libro para hacer un análisis incisivo sobre sus efectos económicos o sobre una cuestión tan concreta como el fenómeno mundial de los apartamentos turísticos; y en ambos casos deja claro, no ya que no todo el monte es orégano, sino que, directamente, es pan para hoy y hambre para mañana, o, en muchos casos, incluso hambre para hoy.

Como decía Byung-Chul Han, en lugar de tener la guía interior que aconsejaba Marco Aurelio, nos comportamos como murciélagos


No contento con esto, el Pfeijffer personaje establece una incómoda, pero inevitable, comparación entre turismo y migración. Y lo hace sin pelos en la lengua —es agradable leer algo que no se atiene demasiado a la corrección política, como cuando se indigna porque dejen entrar en los Uffizi a ignorantes que no saben ni qué están fotografiando—, para señalar, por un lado, nuestra hipocresía a la hora de recibir a unos y otros extranjeros, y afirmar, por otro, que los impactos económicos y, ojo, culturales de uno y otro flujo son justamente los contrarios de los que automáticamente asumimos: una invasión deja dinero rápido pero efímero, mientras arrasa y desnaturaliza tanto el patrimonio artístico como el natural de hasta el último rincón del mundo, y la otra, la temida, la culpabilizada, en cambio, trae capital humano, trae un activo para el futuro, a la vez que enriquece nuestra cultura con la mezcla, como todas las mezclas han ido enriqueciendo las sucesivas civilizaciones a lo largo de la Historia. Ahí queda eso.

 
Y, sin dejar el tema, se detiene en algo relacionado con los viajes; algo característico de una época en la que, como decía Byung-Chul Han, en lugar de tener la guía interior que aconsejaba Marco Aurelio, nos comportamos como murciélagos, emitiendo señales y esperando a ver qué eco producen, para así saber qué hacer. Me refiero al planteamiento de nuestro tiempo de ocio en general, y de las vacaciones en particular, como la gran oportunidad que tenemos de ofrecer al mundo una imagen atractiva de nosotros mismos. Una imagen en la que basamos nuestra autoestima y que no solo es impostada, sino que aun encima nos lleva a competir, a imitar a los demás, a intentar emular patéticamente a famosos de pacotilla y, en definitiva, a tratar de engañar y engañarnos a base de selfies en escenarios de atrezo.

 
Se burla de esa lastimera búsqueda de la autenticidad, en la que me resulta imposible no ver un vacío vital total. Es pensar, y no viajar, lo que abre la mente; viajar, por el contrario, es una forma de estancamiento que nos permite eludir los problemas, tanto propios como ajenos, que nos incomodan. Dice la mujer de un embajador: «Todo aquello que sirve para aprender algo de esta vida, como cuidar un jardín, vivir en un lugar fijo, trabajar en un proyecto a largo plazo o significar algo para los demás, no cabe en la mochila del viajero».

Como la que Ilja nos hace explotar en la cara cuando dice que ningún gran amor puede ser despreocupado, pues quien ama teme siempre no estar a la altura del ser querido


 Pfeijffer lamenta el ocaso de Europa, para el que, por cierto, receta más Unión Europea como único tratamiento con ciertas posibilidades. Lo lamenta porque la quiere, porque la respeta, porque la reivindica; reivindica toda esa historia de las ideas que es nuestro continente, aunque no intente ocultar otra mochila, la de nuestras iniquidades a lo ancho y largo del globo. Y lamenta la deriva de una sociedad banal, infantilizada y desorientada, que tiene en el turismo masivo uno de sus entretenimientos estériles.


No le doy un sobresaliente, porque para mi gusto a este libro le falta literatura. Yo querría menos teorías y más verdades. Como la que Ilja nos hace explotar en la cara cuando dice que ningún gran amor puede ser despreocupado, pues quien ama teme siempre no estar a la altura del ser querido; y que, si no es así, es porque ese amor no pasa de mero entretenimiento o de intento de evitar la soledad.