Opinión

Un realista poco visceral

Estoy leyendo Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, y no me interesa nada de lo que cuenta

SUYO, YA HABÍA leído El gaucho insufrible y Entre paréntesis, que me gustaron, y 2666, que me impresionó y me encantó. Y todos ellos hicieron que diera la razón a quienes lo consideran uno de los mejores escritores en lengua castellana de las últimas décadas; o, por lo menos, que no se la quitara. Pero reconozco que las aproximadamente doscientas páginas que llevo de Los detectives salvajes no me han interesado. Y que ciertos pasajes incluso me han resultado desagradables, hasta sórdidos. Cuando leí todo Bukowski, siempre me preguntaba por qué había tan poca literatura underground en España, pero la verdad es que, luego, cuando me la encuentro —aunque en este caso sea latinoamericana—, casi siempre me provoca rechazo.

El caso es que me dan bastante igual las andanzas de un grupo de adolescentes en México DF, despertando bruscamente —muy bruscamente— a la literatura y al sexo. Como me decía mi amigo Felipe el sábado, a lo mejor es que un libro así ya nos pilla algo mayores. Ya no estamos en edad de bildungsroman, hayamos crecido nosotros mismos mucho o poco, bien o mal. Ni siquiera aunque escribamos columnas en las que nos asombramos de casi todo lo que vemos y no acabamos de entender casi nada, y damos la sensación de estar todavía en pleno proceso de formación: aun así, ya no somos los que éramos.

Quizá por eso, cuando leo que cualquiera de los múltiples personajes de la novela se enfrenta a una situación difícil, en la que sufre por llamar la atención de alguien, a veces por pretensiones literarias, o socioliterarias o, más a menudo, por amor, me veo recomendándole que no lo piense, que sin dudarlo se dé media vuelta y se olvide. Que no vale la pena, y que va a encontrarse mucho mejor en cuanto deje de estar pendiente de las tonterías de nadie. Dónde habrá quedado mi romanticismo desgarrado: en papeles y en un portal de hace mucho.

Mi afición a las emociones fuertes no ha ido precisamente a más. De ahí que estas Navidades fuesen buenas en la medida en que fueron plácidas y sin problemas

Yo nunca he sido muy aventurero, para qué nos vamos a engañar, jamás me han atraído las actividades de subidón de adrenalina. Siempre me han dejado bastante indiferente. Nunca he valorado esos segundos explosivos a los que se supedita una larga preparación. Ni siquiera el sexo me lo he planteado así, ni antes ni ahora. Yo quería y quiero cosas que me permitan pensar en ellas mientras las hago. Y está claro que, con el tiempo, la afición a las emociones fuertes no ha ido precisamente a más. De ahí que estas Navidades fuesen buenas en la medida en que fueron plácidas y sin problemas. Y de ahí que ahora, lo que en realidad me gusta sea estar, como el domingo pasado, con los amigos adecuados, simplemente charlando; y a veces ni siquiera charlando mucho, así como dejando tiempo entre frase y frase, para darnos cuenta de lo bien que estamos.

Y, pasando solo tanto tiempo como paso, me parece una suerte disfrutar del ritmo lento y de observar la vida. La propia y la ajena. A veces —muchas—con nostalgia, por supuesto, y otras con la insatisfacción de lo que pudo haber sido y no fue, de tantos caminos que nunca probé ni probaré. Pero estoy seguro de que incluso esos caminos, aunque fuesen distintos y condujesen a otros lugares, los habría recorrido al mismo paso. Con los años, poco a poco van quedándonos cada vez más claras las dos o tres cosas que nos importan: las personas que queremos, una ilusión de aportar algo con lo que hacemos y cierta serenidad en nuestra manera de vivir. Imagino que llegaremos a la meta sabiendo por fin qué queríamos.

Comentarios