Puertas del Camino: Mérida

¿Podemos considerar este bello templo de Diana como una puerta? Sí, lo es: una puerta al pasado romano de Mérida, que aún hoy es su misma esencia
Templo de Diana, en Mérida
photo_camera Templo de Diana, en Mérida

El parador es un antiguo convento del siglo XVIII, blanco, alargado y laberíntico. Sobre todo laberíntico, pues el viajero –que se confiesa bastante torpe– pasó casi más tiempo buscando la habitación, el comedor, la recepción o la misma entrada que el que empleó en recorrer la ciudad. Menos mal que, en compensación, fue despertado al amanecer por el crotoreo de unas cigüeñas en un nido muy cercano a su ventana. Y quizá convenga aclarar que crotoreo es el nombre que se le da al ruido que hacen estas aves al chasquear sus picos a modo de saludo; el verbo correspondiente es crotorar o crotorear, indistintamente. Por cierto que, pese a ser aún enero, las cigüeñas emeritenses parecían estar ya todas en sus puestos, es decir, en sus nidos, con una populosa colonia en el viaducto de los Milagros.

Mérida vale lo que valen sus excepcionales monumentos romanos, que es mucho. El viaducto es un señor viaducto; el puente, un señor puente; el templo de Diana, un señor templo; el anfiteatro, un señor anfiteatro; el teatro, un excelentísimo señor teatro. Sin duda tiene que ser una gozada asistir a la representación de una tragedia clásica en este marco incomparable (aquí es obligado el empleo de tan tópica frase). Por lo demás, Mérida no tiene aires de ser nada menos que la capital de Extremadura, sino una pequeña ciudad de provincias, lo que al viajero no desagrada en absoluto, pero que puede defraudar a quien espera otra cosa. 

El Guadiana, que pasa muy cerca del centro urbano y arqueológico, parecía como si no tuviese corriente, casi paralizado y de aguas color tierra, lo que en nada molestaba a un nutrido grupo de ocas blancas que pasaban orondas bajo el puente romano. Y una curiosidad: en la calle que baja hacia el teatro hay un tramo denominado viam musicorum, en el que, a la manera hollywoodense, cuatro baldosas tienen grabados sendos discos, uno dedicado a Raphael, otro a Perales y los otros dos a desconocidos para el viajero: qué cosas más raras.

De regreso a casa, se para a comer en Béjar, en el restaurante El Metro. Allí lo atiende Félix, el dueño, un hombre torrencial. Ni le deja escoger el menú, pues ha de ser lo mejor de la casa: un entrante de morros de cerdo, un primero de alubias y de segundo, un monumental solomillo. Félix empieza a contar sus andanzas y resulta que casi viajó más que el propio viajero que, avasallado por tantas palabras y progresivamente adormilado por la copiosa y nada ligera comida, apenas acierta a asentir a todo con la cabeza. 

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