Puertas del Camino: Sevilla

Sobra esta copia del Giraldillo delante de la Puerta del Príncipe de la catedral. Basta con la veleta original en lo alto de la Giralda
Puerta de la catedral de Sevilla.
photo_camera Puerta de la catedral de Sevilla.

Antes de entrar en Sevilla, quiere volver a Itálica, que está a un paso. Por tres razones: porque recuerda una foto que hizo aquí, para recitar tres versos y porque jamás desperdicia unas ruinas griegas o, como en este caso, romanas. La foto es de hace 40 años y cuelga, descolorida, del salón de su casa: un mosaico en primer término, una columna y un fondo de cipreses. Los versos son los que inician la Canción a las ruinas de Itálica que, empezando el siglo XVII, escribió Rodrigo Caro y que siempre le gustaron mucho: "Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora/ campos de soledad, mustio collado,/ fueron un tiempo Itálica famosa".

De Sevilla, ¿qué decir? Sin duda una de las más hermosas e interesantes ciudades ya no de España, sino de cualquier país. Su tópico embrujo no puede dejar de evocarse cuando te pierdes por el laberinto urbano y te detienes para ver pasar las aguas del Guadalquivir, un río que no solo es geografía, sino también historia y cultura. El viajero ahorra al lector descripciones ya demasiado conocidas. ¿Para qué volver a hablar de la Giralda y la catedral, de la Torre del Oro, del Alcázar, del puente de Triana, de la iglesia de Jesús del Gran Poder, de la Casa de Pilatos, de la Plaza de España, del parque de María Luisa? ¿Qué necesidad hay de decir que no puede uno dejar de vagar por el barrio de Santa Cruz y el de San Bartolomé, por la judería? De tanto evitar repetir lo ya archisabido, el viajero se queda casi sin tener que contar en su recorrido por Sevilla, por la Sevilla de siempre, por la ajena a la gran reforma que supuso la Exposición de 1992, la Expo. Pero pese a su innato rechazo a lo moderno, recomienda la panorámica de la ciudad que se ve desde ese reciente y original complejo conocido como las Setas.

No entiende nada de flamenco y le gusta a medias y según qué cosas, más el baile que el cante. Nunca pensó que lo haría, pero esta vez lo hizo: entró en un tablao cual un turista inglés o japonés cualquiera. Entró casi acojonado y se encontró como el tópico pulpo en un garaje. Intentó ponerse a tono con unas copas de Tío Pepe, que no lo animaron, pero hicieron que después pasase toda la noche sin pegar ojo. El resto del público sí estaba animadísimo y él, para no dar la nota, fingió sumarse al jolgorio. ¡Olé!

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