Puertas del Camino: Ourense

Decir paraíso es decir mucho, lo máximo. Y sin embargo no hay ninguna hipérbole en llamarle Pórtico do Paraíso a este, tal es su perfección y belleza
Pórtico del Paraíso, en la catedral de Ourense
photo_camera Pórtico del Paraíso, en la catedral de Ourense

El viajero se mueve por la vieja Auria, que diría y dijo Otero Pedrayo, como pez en el agua, pues la conoce bien y la pateó mucho. Como pez en el agua del Miño, por supuesto, no en vano atraviesa ahora la Ponte Vella, romana en el sentir popular, aunque de los romanos quedarán dos o tres piedras; su trazado actual es del Medievo y aún un poquito más aquí. Para comparar, más tarde irá a ver el Puente del Milenio, que no está mal, pero en sus gustos es un hombre antiguo y hasta reaccionario, qué le va a hacer. En todo caso, Ourense tiene una porrada de puentes.

Sería un pecado no ir a As Burgas en la ciudad de las burgas. No son  espectaculares, pero el agua sale caliente; fervendo, carallo. Por el parque de San Lázaro se acerca a la ciudad vieja, que ya dijo que lo viejo era lo suyo. La iglesia de Santa Eufemia tiene una espléndida fachada barroca que, junto a la de Santa María Madre, a la que se sube por unas escaleras desde la Praza Maior, le hacen pensar en Roma o incluso en Sicilia. Le encanta el barroco en  arquitectura. La Praza Maior, con el ayuntamiento, está algo en cuesta, tiene unos soportales y respira un aire recoleto y sencillo, provinciano en el mejor sentido de la palabra.

La catedral es una señora catedral. La recorre y se fija en tres cosas para no disiparse. El Pórtico do Paraíso luce tras haber sido restaurado con sus dieciochescos colores. Debe mucho al de la Gloria compostelano, pero tiene demasiada calidad para que la palabra copia, con su carga peyorativa, le cuadre: es magnífico, sin más. Como lo es el retablo mayor, obra de Cornielles de Holanda, del siglo XVI, aunque barroco en su esplendor dorado. Por último se para ante la imagen del Santo Cristo, cómo no hacerlo con la legión de devotos que tiene. Se acomoda en un banco y deja pasar unos minutos, cosa que acostumbra a hacer en todas las catedrales.

Vaga por callejas y placitas, reafirmándose una vez más en que el casco viejo de Ourense merece una alta nota. Para despedirse, entra en el Liceo, aunque no es socio ni nada, corazón de la vida social de la ciudad y con un delicioso y antañón sabor provinciano, de nuevo esta elogiosa palabra. Está casi vacío, una pareja ya de edad en una mesa y, en otra dependencia, un hombre haciendo sopitas con un bollo en el café con leche. Le invita a sentarse y los dos se ponen a charlar.

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