Opinión

El Mandeo o el Sena

Cada semana me siento a escribir sabiendo que, escoja el tema que escoja, voy a acabar hablando de mí
EP
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CON LO QUE, como es lógico, comienzo la columna convencido de que cansaré a todo el mundo. Lo que ocurre es que, acto seguido, me doy cuenta de que ni siquiera sé si existen esos lectores a los que temo aburrir. Mantengo alguna esperanza, por ejemplo un hombre en un jardín en Ribadeo, pero, aun así, en realidad no tengo ni idea de si cada domingo hablo, literalmente, solo. Así que, cada domingo también, acabo llegando a la conclusión de que no pasa nada si continúo mi monólogo en bucle.

Porque qué otra cosa puedo hacer si una tarde en casa de unos amigos miro la lámpara y me recuerda los Pegasos del puente de Alejandro III en París —ya ven, se me nota a la legua la influencia del esnobismo de Wiesenthal y sus golondrinas—, y eso me maravilla, y me acuerdo de cuando lo crucé, y que aquello sucediese me parece algo extraordinario —con lo que esta vez el influjo es flaubertiano—: la suerte de estar en ciertos lugares, de haber entrado, de haberlos tocado, de haber conocido un poco de mundo, a miles de kilómetros de casa o en mi calle, tanto ese París incomparable como las ruinas de Éfeso o como la torre del reloj que veo desde mi ventana. Siguiendo con el tono esnob, estar en algunos sitios y poder mirar, por ejemplo, un edificio, una plaza, una playa, la costa de otro continente o un río —aunque no sea el Sena, aunque sea el Mandeo a su paso por Aranga—, me produce una sensación similar a la de diálogo con personas reales y excepcionales que uno experimenta con la lectura —con algunas lecturas, al menos—. Una sensación de fortuna, de privilegio: el mundo está ahí, como esperando por ti, y tú llegas, caes en él y tienes la suerte de conocerlo. Una sensación de aventura, aunque la vivas sentado tomando un café.

Y es el río que, por mucho que diga Heráclito, llevan viendo y atravesando siglos. Y, al mismo tiempo, esa lámpara está sobre la misma cabeza que se asomó a ver pasar el agua bajo aquellos puentes. Y vas guardándolo todo: aquello y esto. Y te va conformando. Y tú eres el que cruzó a los Inválidos para contemplar el sarcófago de Napoleón, pero también el que cruzó el puente de Aranga sobre un Mandeo a punto de desbordarse, y cerró el paraguas para cargar otro ataúd; el que se emocionó cuando distinguió en el horizonte las primeras luces de América y el que se acuesta mirando la luz encendida de la cocina de alguna casa; el que abrazó a su amigo tratando de consolarlo y el que ahora, al reírse con él en este salón, ve esa araña de cristal con alitas doradas en sus brazos y piensa qué excepcional es todo. Y echas de menos volver a descubrir cosas, echas de menos viajar, llegar y reconocerlas, pero sabes que también estás bien aquí sentado, solo recordando, solo pensando.

No deja de ser, supongo, el asombro de vivir. Ese asombro, mitad deslumbramiento, mitad desconcierto, casi vértigo o temor en ocasiones

No deja de ser, supongo, el asombro de vivir. Ese asombro, mitad deslumbramiento, mitad desconcierto, casi vértigo o temor en ocasiones, del que lleva años hablando mi amigo Jesús Miramón en su blog Las Cinco Estaciones, y que con la edad no solo no cesa sino que se hace más patente. Tanto, que a algunos se nos van así las horas o los días, comparando la torre del reloj con los campanarios barrocos de media Galicia, y recordando las capillas de las aldeas de mi padre y de mi madre, misa y procesión en una, la boda de mi tía en la otra, hace ya tantos años que parece que fue en una vida distinta.

Mientras, en esta vida, hoy que escribo, lunes día 14, es el cumpleaños de mi hija Paula. Diecinueve, cumple ya. Bastante feliz, creo yo, y casi siempre contenta. Hoy no la veré más que por el móvil, pero iré mañana a Santiago a cenar con ella, lo que me parece simplemente fantástico, una razón, sin duda, para sentirse dichoso: conducir hasta una ciudad, a quedar con tu hija por las mismas calles por la que has paseado muchas veces, e ir juntos a cenar. Y darle su regalo. Y hablar. Los dos. Y que ella quiera. Y verla, eso, bastante feliz y bastante contenta. Y saberla cerca de ti. Y saberla buena.

No quisiera estropear esa imagen tan real poniéndome trascendente, pero, para mí, si hay algo que se aproxima a darle un sentido a la vida son los hijos. Solo ellos, por momentos, son capaces de que todo, incluso a la larga, incluso en el fondo, esté bien.

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