Kafka y la bailarina
No es tan atractiva como en el escenario, es un poco rechoncha. Y ha perdido encanto, solo tiene encanto en los pies inimitables. Pero esa bailarina va en tranvía y hace que un violinista toque repetidas veces. Y la gente no protesta. Y está permitido tocar el tranvía mientras no se moleste y no se cobre. Y la música llena el tranvía.
Es ese tranvía que después suprimieron y sustituyeron por los autobuses contaminantes. Y más feos y con menos encanto. Y eso en nombre del Progreso. Es curioso a lo que llaman Progreso. ¿Quién progresó con eso? También Kafka se diría: ¿Quién progresa con esta hiper racionalización absurda? ¿Con este burocratismo y este controlarlo todo? Y eso que a él lo convertían en papel, a nosotros nos convierten en dígitos. A él le ponían cara seca, a nosotros ni nos ponen la cara.
Pero en esa entrada del Diario también cabe el humor. Kafka piensa en cogerle la nariz huesuda a la bailarina y movérsela hacia los lados. Con desenfado. Y luego disfruta con la música en el tranvía.
Eso hace pensar que ciertas bromas que aparecen en El proceso o El castillo ciertamente eran bromas. A mí antes me parecían otras formas de lo grotesco angustioso. También hay bromas y momentos chuscos en América.
En un grabado que se conserva en el Museo de Bellas Artes de A Coruña, Luis Seoane ve a Kafka como un hombre desenfadado y desafiante. Parece a punto de salir para América y América en ese momento era el dinamismo y las oportunidades. Ya no es el Kafka angustiado, es un Kafka que está dispuesto a reírse y a tirar para adelante. Y a resistir con humor lo que sea.
Kafka quiso ir a Madrid y Madrid era una ilusión para él. Una escapada de la burocracia, imaginen, quería trabajar en los trenes de cercanías que dirigía su tío. Y posiblemente en los trenes contemplar a las bailarinas expandir la vida. Igual que Rilke alucinó con su Bailarina española que explotaba como el fuego en una cerilla al encenderse. Pero su tío no quiso.
Pero ese Kafka lleno de vida es el mismo que encontró a una niña en un parque que lloraba porque había perdido su muñeca. Y Kafka le dijo que la muñeca pensaba en ella y que le escribiría cartas. Y durante unos meses escribió para la niña cartas a nombre de la muñeca y se las mandó a la niña. El Kafka enfermo que estaba a punto de morir le escribió con toda dedicación y gracia cartas a esa niña, como si fuera una de sus obras más importantes.
Paul Auster, tan chispeante y vital antes de morir evocó ese episodio en Brooklyn Foolies. Evocó a un Kafka vitalista en el barrio más sugestivo de Nueva York.
Y es que el angustiado Kafka también quería el humor. Como escapatoria o como manía de vivir. También le hacía bromas a su hermana Otla. El humor era su forma de complicidad.
Mirando a la bailarina en el tranvía
El angustiado, con su temor al padre, al Poder Padre, también se sentía a gusto a veces. Y se sentía a gusto en el tranvía mirando a la bailarina. Mirando sus pies graciosos. También hay momentos de distensión y de vida en sus libros.
Kafka quiso viajar a Madrid, allí su tío materno dirigía los trenes de cercanías. Le pidió a su tío que lo contratase. Me imagino a Kafka trabajando en los trenes de Madrid mejor que en un despacho de Praga, mirando a bailarinas y escuchando música. En el animado Madrid. Como yo una vez, de modo milagroso, casi sin darme cuenta, me encontré escuchando a Chopin en un tren en Atocha.
Pero su tío no quiso. No pudo venir a Madrid y al desenfado español. Se quedó en la seriedad de su despacho austrohúngaro. Ya me lo imagino escuchando flamenco en un tablao cerca de las Vistillas y el Viaducto. Donde se mezcla lo trágico hondo con lo vitalista.
Pero me queda la imagen de Kafka admirando a la Bailarina. Admirando su gracia y su flexibilidad, como yo una vez
