Opinión

Tres minutos para la revolución

Hay gestos que concentran lo que el lenguaje y la escritura jamás podrán transmitir. Responde a lo natural en nosotros, lejos de lo artificial y construido. Cada persona tiene los suyos, otros son compartidos, otros son secretos, otros consensuados. Los gestos definen quiénes somos. Un dedo, un guiño, una mueca. Todo vale. Y si vemos a alguien mover su cabeza hacia atrás, un golpe seco con la nuca, seguro que pensamos: "Igual que Raffaella".
Raffaella Carrà. EP
photo_camera Raffaella Carrà. EP

EN ITALIA piensan con frecuencia que todo es eterno, acostumbrados a sus monumentos perennes y recetas inmutables. Creían que Raffaella Carrà (Bolonia, 1943) también sería para siempre, pero el pasado julio fallecía a causa de un cáncer de pulmón según se especula, aunque sin una causa conocida. Con la muerte de la diva italiana también caía un momento en la historia, un modo de entender la vida y el éxito ahora popular, pero que es invención de Carrà.

Todos los frutos de la liberación y revolución sexual que se recogen en los últimos años, así como parte de las reivindicaciones feministas, tienen un exponente de gran popularidad en Raffaella, que ya lo decía en los años 60. No es un mérito que le pertenezca a ella, sino que en su manera de ver el mundo había un poso de futuro, que es nuestro presente. Su sensualidad y manera de entender el amor hipnotizó a amas de casa, a sus maridos atemorizados, a adolescentes y colectivos reprimidos por su sexualidad.

Carrà catalizó la libertad a través de un prisma que no generó rechistes en el populacho, aunque sí en las instituciones. Su cuerpo y cómo lo explotó fue solo un símbolo de sus ideas, de su pasado, del férreo control que mantuvo hasta el propio nicho de su intimidad, pese a una masiva exposición. Raffaella Carrà era un personaje que todos necesitaban, incluso ella misma.

Nació en plena Segunda Guerra Mundial, pero sintió más de cerca una guerra particular que sus padres mantenían en la casa familiar. Cuando sumaba tres años, su madre se la llevó consigo lejos de una figura paterna de la que poco se sabe porque ni la propia Carrà quiso saber. Aunque había venido al mundo en la capital universitaria en Italia, se crió en Rímini, cuna del turismo, en el bar que su madre regentaba en la zona. Allí comenzó a tomar clases de ballet como afición siendo una niña.

La verdadera figura maternal de Raffaella fue su abuela, una señora viuda que volcó toda la identidad mediterránea y católica en su nieta, que lo recibía con la ingenuidad de una esponja infantil. En vistas del potencial que la niña mostraba en la danza, o lo que a ojos de adultos no expertos era talento innato, Raffaella se mudó a Roma con ocho años para poder explotar su arte. Su madre, que desaprobaba sus inclinaciones artísticas, supo comprender también que era su pulsión irracional.

Raffaella Carrà

En Roma accedió a la Academia Nacional de Danzas y en un paseo entre obligaciones y recados junto a su madre fue parada por un amigo de la familia, que estaba acompañado por otro hombre. Allí hablaron los tres, madre, niña y amigo. Raffaella se expresó sin filtro, pizpireta y resabida, y el hombre que miraba todo como un desconocido quedó prendado del ingenio de la muchacha. Ese caballero era Mario Bonnard, director de cine, y le ofreció un papel en la película Tiempo de tormento. Tras esa breve experiencia, deciden apuntarla en el Centro Sperimentale di Cinematografia, lugar del que salieron Antonioni, Bellocchio, Sophia Loren o Claudia Cardinale. Compaginaba sus dos centros de estudio y la falta de atención en el hogar con ingerir horas de televisión, que con su movimiento y falsa energía logró cautivarla e hipnotizarla durante horas.

En 1957 decide abandonar su carrera en la danza, que no la pasión por ella. Lo hizo por la presión que ejercían desde dos bandas. Por una parte estaba su madre apretando para obtener los frutos del esfuerzo colectivo, por otro lado, sus tutores que no veían tal talento y la empujaban.

Tras una mala temporada, la directora de la academia de danza la sentó y fue clara con ella: "Tienes los tobillos demasiado pequeños, podrás dedicarte a la coreografía, pero hasta que sumes 28 años no vas a graduarte y ser buena de verdad". Raffaella, impaciente por el éxito, abandona.

Consigue graduarse en 1960 y enseguida logra un hueco en el cine. Películas pequeñas, algunos directores que comenzaban como el francés Michel Piccoli y algún nombre ya gigante como Marcello Mastroianni, y proyectos internacionales que por aquel entonces se fijaban en Italia y su sistema cultural.

Estados Unidos, principalmente, no escogió Italia solo por la calidad cinematográfica que mostraba el país, sino que la tendencia del momento de revivir historias católicas, bíblicas y romanas necesitaba de la presencia de acento italiano en pantalla. Así Raffaella fue entrando en relatos sobre Atlas, Ulises, Hércules o Julio César y, posteriormente en 1965, se mudó a Hollywood siguiendo los pasos de sus compatriotas que triunfaban en la industria y firmó un contrato con la 20th Century Fox.

Ese mismo año se hace un hueco en El coronel Von Ryan, siendo el interés amoroso de Frank Sinatra. El cantante había puesto sus ojos en Carrà con la clara intención de convertirla en su juguete sexual, algo que la italiana supo ver con anterioridad y que frenó antes de que ocurriese. "No seré la chica del jefe". Aquel acto, por anecdótico que parezca, concentra la repugnancia e insalubridad moral que Raffaella encontró en Los Ángeles. Enferma en lo emocional, abandona Estados Unidos y vuelve a Italia un año después.

Renuncia al cine y prueba suerte en la otra pantalla, la pequeña, menos famosa, menos lustrosa, incluso despreciada. Pero aquellos programas orquestados que veía de pequeña todavía la mantenían en cautiverio. Tras varias apariciones, se alía con Nino Ferrer, presentador de la época, para obtener un hueco en su programa. La petición era clara por parte de Carrà: "Todo lo que quieras, pero dame tres minutos libres y exclusivos para mí".

Aquello fue un petardo sordo, una explosión de incalculables consecuencias. De los tres minutos prestados Raffaella entonces fue capaz de sacar en 1970 el rol de presentadora de un programa de sábado noche, de grandes audiencias. Y repetiría y repetiría y repetiría, año tras año, porque había creado un formato en el que no renunciaba a sus talentos limitados pero que, puestos en conjunto, la convertían en un espectáculo único. Presentaba, entrevistaba, cantaba y bailaba en todos los registros y todo ello con humor.

Se estrenó profesionalmente en la música al mismo tiempo que su rostro era televisivo, y de igual modo también arrancó su eclosión sexual. Como salir en escote y similares estaba prohibido en la RAI, homólogo de TVE en Italia, Carrà fue más allá e hizo de su ombligo algo de dominio público en sus actuaciones. Aquello no tardó en escandalizar al papa Pablo VI, que hizo todo lo posible por eliminarla de la televisión y durante unos años lograron que, sin echarla, le prohibieran exhibir su vientre desnudo.

Raffaella Carrà

En 1974 su rostro era patrimonio del pueblo, conocida por todos, pero su música discretamente se colaba en las radios. Un estilo que no sé encuadraba en ningún género ni era fácil de vender, de difundir ni de extraerlo de televisión, para lo que había sido concebida.

Al año siguiente desembarca en España, una primera toma de contacto en la que se emborracha con el espíritu del país. Más en casa que nunca, apuesta por el castellano, su cuarto idioma hablado entonces, y traduce su repertorio.

Aquel cambio supone otra revolución. Si su manera de hacer televisión había roto el canon, su estilo musical abría un nuevo ciclo. Consiguió su propio espacio en TVE, La hora de Raffaella Carrà, y su llegada al mercado de Latinoamérica era difícil de comparar. En Perú necesitó de guardaespaldas cada minuto fuera del hotel porque la gente quería de ella hasta el pelo, siendo habitual las escenas de fans tirando de la cabellera rubia oxigenada icónica en Raffaella.

Haciendo honor a uno de los peores refranes, de que nadie es profeta en su tierra, Carrà debe vivir de su éxito hispano. Pero en lugar de acomodarse, hace esfuerzos por ahondar en su nueva patria y en su cultura. Decide probar suerte en 1977 con la canción Fiesta, un homenaje a la rumba, y en una de sus primeras presentaciones en televisión, el hermano de una folclórica tuvo que ser expulsado del plató tras intentar arrojarle vasos de vidrio, al ver en la canción una ofensa al arte.

Raffaella canta en sus letras a un mundo de festividad plagado de sexo y misterio, de miedo y de derechos, en el que la mujer, las personas homosexuales y todo aquel que viva reprimido debe encontrar la fuerza para romper con lo establecido. Buscarse a otro más bueno y volverse a enamorar, hacer el amor en el Sur, mujeres en armarios, masturbación femenina. "Lo importante es que lo hagas con quien quieras tú", cantaba ya a finales de los 70.

Ante un éxito innegable, vuelve a Italia esperando que su país no sea menos. Consigue grabar una serie de espectáculos de variedades en Argentina, la Unión Soviética, Italia, México y Reino Unido que luego se emitirían como películas en televisión. También logra presentar programas de éxito, continuando con la línea que había llevado a cabo. Pero faltaba algo, no era el fervor que había sentido. Si la gente la amaba, ¿por qué no sus compatriotas?

La RAI decide apostar por ella en algo novedoso, algo que es aún analizado desde la Academia como un fenómeno de masas inesperado y contra la estadística. Raffaella ganó a la Ciencia. En 1983, la cadena elimina la carta de ajuste que imperaba en el horario de mediodía. La televisión no existía a la hora de comer, hasta que Carrà consiguió su hora.

Pronto...Raffaella? pasó a vertebrar la vida del país. De cero espectadores, la RAI pasó a 14 millones en ese horario. Entonces sí, la diva italiana lo tenía todo. Y cuando ese programa terminó, se pasó a la noche y arrastró a esa gente con ella. Sus entrevistas agruparon a personalidades mundiales como si fuese ella ministra de Exteriores, al punto de ser de las pocas personas que interrogaron a la Madre Teresa de Calcuta, yendo Carrà con un traje de transparencias.

Raffaella Carrà. EP

Durante las décadas venideras, salvo los 90 donde es una constante en puente aéreo que alternaba España con Italia, su sombra se va diluyendo pero dejando un poso sobre cómo hacer televisión sin dejar a nadie ni nada fuera. Sin dejar de cantar, de bailar, de explicar a la sociedad cuáles son los pasos a seguir.

Raffaella que cantó constantemente al amor fue una alérgica patológica al matrimonio y casi a la pareja, estando solo en dos relaciones pero que vivió intensamente hasta el fin de sus días. Veía en la institución del matrimonio una castración de la pasión, algo casi antinatural.

Se arrepintió toda su vida de no saber tocar el piano, pese a que en su casa de la montaña, en la que amaba estar porque sus vecinos del pueblo jugaban a las cartas con ella hasta la madrugada, había un enorme piano de cola.

Cuando pasaron los años y su ausencia era más notable, muchas personas comenzaron a recordar detalles sobre Raffaella. Cuando dirigía sus programas se encerraba con las bailarinas en los camerinos, las interrogaba sobre acoso sexual y procuraba su mayor seguridad. Las animaba a sindicarse y colectivizarse, además de darles trucos para tratar con los hombres de la industria.

En 1977 fue entrevistada por Interviú y dio uno de los titulares de su vida: "Siempre voto comunista". Confesaba que era un estilo de vida estricto que le generaba muchos conflictos, pero "entre el pueblo y la empresa, debo ir con el pueblo". Creía que era la salida para su país, para todos de hecho, y consideraba que tener dinero y esa ideología era una responsabilidad muy grande, ella que llegó a ser la presentadora mejor pagada de Europa.

Otro de sus alicientes fue la comunidad de hombres gays que la auparon y mantuvieron en alza durante toda su carrera. En esas melodías no discriminatorias y bailables donde cantaba a los amores de la noche, desechando el pudor y abrazando los sentimientos naturales, e incluso en canciones explícitas como Lucas, Raffaella no dudó en acoger a un colectivo invisible en aquel momento. Décadas después, confesaba: "En mi tumba dejaré escrito: ¿Por qué le he gustado tanto a los gays?".

Raffaella Carrà fue una bocanada de aire fresco del futuro en unas décadas asfixiantes en Italia, España y Latinoamérica, hija de una generación de talento irrepetible, pero olvidada por ser televisiva y más cercana al pueblo que al intelectualismo. Empujó a la sociedad a su terreno e hizo del sexo y el amor un espacio seguro, despertando una conciencia cívica que de vez en cuando aún se sorprende cantando aquello de "Rumore, rumore…".

Comentarios