Un suspenso entre vítores
El pasado 13 de julio dejé mi café a medias y salí corriendo de una conocida franquicia de pastelerías para avisar a todos mis amigos, familiares e incluso vecinos de la noticia: había vuelto a suspender la oposición. En mi caso, de docente de secundaria. Dos años consecutivos con el mismo resultado: un largo listado de personas entre las que no se encontraba mi nombre, puesto que sólo aparecían los premiados con la promesa de tener un trabajo estable de por vida. Esa tarde descorchamos una botella —metafóricamente, puesto que si dijese que abrimos unas latas de cerveza perdería magia el acontecimiento narrado— y celebré la nota y la recién ganada libertad. Si mi ciudad tuviese un lugar con karaoke lo habría festejado bajo un grito de guerra como ‘We are the champions’ de Queen. Fue como quitarse tres capas de ropa superpuestas al llegar a casa en una fría tarde de invierno.
Cuando en marzo de este mismo año consulté las novedades editoriales y vi el nombre de Sara Mesa entre ellas, me hice rápidamente con un ejemplar de su última novela: Oposición. Título que asustaría hasta al más formidable héroe griego. Si soy honesto, no he sido capaz de enfrentarme a su lectura hasta ahora: dos meses más tarde y una vez superado el duelo que supone un suspenso, que poco tiene que envidiar a la ruptura de una relación tóxica de pareja. Con el fin del verano y en la época del año en que la gente se replantea hacia donde quiere orientar su futuro —aquí es donde comienza a sobrevolar sobre muchos la idea de dedicarse a una vida opositora— me he aventurado a buscar entre las páginas de ‘Oposición’ un aliento esperanzador, y lo que me he encontrado ha sido la rígida silla de un despacho grisáceo.
Sara o Sada, protagonista y narradora de la novela, es una joven que acaba de conseguir un puesto como interina en una oficina administrativa, y se plantea como siguiente paso lógico opositar para consolidar su puesto. Sin embargo, dentro del descomunal edificio donde trabaja la vida parece no transcurrir de la forma en que debiera. La falta de un fin claro en su trabajo va haciendo cada vez más mella en su ánimo, llegando a cuestionarse su propia utilidad dentro del sistema y la función que desempeña.
La ‘oposición’ en la obra no es un simple examen, sino la necesidad de hacer frente al propio sistema que la encadena a una burocracia continua absurda e inservible. El tono gris de la oficina representa su monótona vida entre papeles, a la vez que este espacio alberga a unos personajes que destacan por su escaso carisma. Teresa o Sabina únicamente tienen la función de otorgar algo de luz a una trama que consigue su cometido: representar la absurdez burocrática y el peligro de encadenarte a un trabajo que no deja espacio para reflejar tu individualidad.
La parte más interesante de la novela reside en el propio lenguaje. En un intento exitoso de combatir la monotonía de la trama, Sara Mesa comunica con un vocabulario y una elección de términos minuciosa, que le ofrecen al lector un pequeño descanso del mecánico trabajo alienante. Parece que en el lenguaje se encuentra lo único innovador e inesperado de la obra. Si bien ya sabíamos todo lo que Sara nos cuenta, la forma en la que lo hace consigue que, al menos, encontremos un poco de luz natural entre tanto destello eléctrico.
El mártir opositor
Dícese de aquella persona cuya pena existencial se rige por un baremo y una calificación numérica. Es una figura que será incorporada a los belenes navideños de aquellas familias que tengan entre sus miembros a un opositor u opositora. Se colocará junto al niño Jesús, puesto que en un año de oposición es capaz de derramar más lagrimas que la mismísima María Magdalena.
La verdad es que yo nunca he sido un mártir opositor. Reconozco la crudeza del proceso y la he vivido en mis carnes, pero me niego a que el llanto consuma mis recién cumplidos 26 años. Esto no quiere decir que reniegue de él, tan necesario como el propio sistema en sí mismo, pero sí considero que es fundamental tomar distancia. La derrota y la victoria son relativas en cuanto la filosofía vital de cada uno. Acostumbrado al reconocimiento académico, mi victoria personal aquel 13 de julio se forjó mediante brindis, copas, risas y chistes repetidos en bucle. También con una cena en familia. La derrota no puedo narrarla porque todavía no ha llegado. El año que viene volveré a presentarme a la oposición, pero ya con la lección aprendida como Sara, y me volveré a apropiar del lenguaje para convertir, si fuese necesario, un velatorio en un día de verbena.