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Flotando con Miroslav Krleza

En la casa donde nació, en la calle Radiceva de Zagreb, recordamos al apasionado escritor croata Miroslav Krleza, el autor de El retorno de Filip Latinovicz. El protagonista dostoievskiano de esa novela buscaba sus orígenes y sus sueños en la Panonia llena de lagos

Miroslav Krleza
photo_camera Miroslav Krleza

UNA MAÑANA, sin saber nada, fuimos a desayunar a Radiceva, 7. Es una calle histórica que sube desde la plaza principal y separa el barrio de los comerciantes, Gradec, del barrio de los clérigos, Kaptol. Entramos en el café Krolo y nos tomamos un café exquisito. La señora nos dijo que no tenía magdalenas, pero que las podíamos comprar en una panadería que había enfrente. Disfrutamos el desayuno con toda plenitud y sutileza, fue uno de esos momentos plenos de vida. 

Al salir vimos una placa que decía que en esa casa había nacido Miroslav Krleza y nos sentimos emocionados. Era una casa elegante con las ventanas enmarcadas y mascarones bajo los alféizares. La miramos con toda intensidad, interiorizamos que allí había nacido aquel hombre lleno de lucidez apasionada y de libertad.

Recordamos con qué pasión leímos El regreso de Filip Latinovicz (Ediciones Minúscula), la única novela suya que han traducido al español. Yo la había comparado a Dostoievski porque muestra con pasión y lucidez todo lo que es el ser humano, porque tiene una especie de arrebato de comprender a los seres, porque alcanza pasajes de sinceridad tormentosa. Porque acaban diciéndose todo madre e hijo en algún momento, porque hay una mujer que parece una fuerza de la naturaleza como la Nastasia Filipovna de ‘El idiota’. Parece que Krleza quiera sacar las entrañas del hombre para mejor salvarlo, con un humanismo desesperado, que llega a ser un misticismo a fuerza de apasionamiento.

 Pero podría también compararlo con Shakespeare. Hay un pintor sincero y radical que vuelve del extranjero. Se acuerda de su juventud en Zagreb, cuando iba entre borracheras y prostitutas, y su madre no le abría la puerta de noche y se quedaba en la calle. Regresa al campo, en la región de los lagos, cerca del Danubio, para buscar energía auténtica y flotar en su atmósfera. Pero allí encentra la misma corrupción, las mismas dobleces, las mismas pasiones tortuosas, los mismos abismos que se abren bajo el hombre. Y no se trata ya de denunciar a las clases burguesas o a los dominadores austriacos, se trata de ver las ciénagas y los vericuetos en que se esconde el hombre. 

El protagonista puede ser una mezcla de todos los hermanos Karamazov, pero también puede ser una variante de Hamlet, o una especie de Macbeth que habita la literatura en lugar de habitar los reinos del norte, dominado por una mujer misteriosa como una bruja. Y la naturaleza tiene los mismos abismos , y la noche los desgarramientos radicales. Y hay noches sin fin en las cuales se dice todo. Y hasta la madre acaba confesando qué amante tenía , y por qué no lo dejaba realmente entrar por las noches.

Nos entraba en el fondo Filip Latinovic con toda su torrencialidad, en algunos momentos parecía un Céline, en otros tal vez un Henry Miller 

Claudio Magrís dice que Sartre se sentía fascinado por ese libro. Claro, se sentía fascinado por esa pasión y esa garra que le faltaban a él mismo. Por ese entusiasmo y ese tumulto de vivir que él, con su puritanismo calvinista, no era capaz de ver, porque rechazaba como los calvinistas toda pasión y toda vida, y se centraba en las náuseas y los muros. Magrís dice con acierto: "Es un escritor poderoso y excesivo, desbordante de vitalidad elemental y de una vastísima cultura. Es un escritor sobrecargado de cultura y de furor, un intelectual y un poeta expresionista".

Recuerdo cuando Consuelo y yo hablábamos de Krleza en nuestras veladas. Cómo nos entraba en el fondo Filip Latinovic con toda su torrencialidad, en algunos momentos parecía un Céline, en otros tal vez un Henry Miller. Y la fuerza y el desgarramiento que tenía, y como la literatura era para él, como para Dostoievski, una forma de salvación, o una indagación sin límites en el hombre.

Krleza era un hombre de Yugoslavia. Los nacionalistas croatas durante la Guerra Mundial lo persiguieron. Murió diez años antes de desmembrarse Yugoslavia, pero no aceptaría tampoco a los nacionalistas croatas excluyentes de ahora. Trabajó en revistas yugoslavas, y animó la cultura yugoslava. Y escribió con libertad y desenvoltura, sin ceñirse a doctrinas, escandalizando a los dogmáticos, pareciendo peligroso a los ortodoxos. Así son siempre los grandes escritores. Y comprendía a fondo al ser humano, más allá del amor a su país y a los paisajes de su tierra.

Hablábamos de ir nosotros a Panonia, a la región de los lagos, esa zona mágica donde también se radicaron los pintores naifs que destacaron en el mundo entero, Ivan Generalic y los otros. Estábamos también fascinados por esos pintores que quisieron captar las leyendas de los campos, de los lagos y bosques en la cuenca del Danubio, en esas llanuras llenas de encanto. También ellos como Krleza sintieron atracción por esos personajes que se mueven entre los campos con sus ilusiones y sus ímpetus. Yo miraba con pasión los paisajes de Generalic en las fotos. Y al final no fuimos a Panonia, pero miramos los cuadros de Generalic en el Museo Naif de Zagreb.

Sí, en el fondo había mucho en común entre ese escritor expresionista enamorado de sus lagos de infancia e Iván Generalic, que ponía en sus pinturas naif el ímpetu de los campesinos y la magia de los bosques, que pintaba a los ciervos cantando junto a los grandes abetos grises, que representaba la torre Eiffel retorcida entre nubes asombrosas y rodeada de vacas. Los dos tenían la misma inocencia en el mejor sentido de la palabra, es decir, la misma libertad sin prejuicios y sin cortapisas, y el mismo dinamismo inspirado, y el sentido de la naturaleza misteriosa aún en las ciudades llenas de borrachos.

Y pasamos bajo el túnel de la Puerta de Piedra, por donde se movía Filip Latinovicz en su juventud de borracheras y desorientaciones. Cuando aún no sabía qué secretos turbulentos escondía su madre. Pasamos debajo del arco y el callejón cubierto y sentimos la misma densidad misteriosa de Krleza.

Pero sobre todo nos apasionamos cuando estuvimos en el café Krolo, en Radiceva, 7, donde vino al mundo este hombre que supo encender la literatura. Y volvimos a entrar al café y la señora nos hizo fotos. Y supimos que la literatura es esa revelación que vuelve visionarios todos los lugares. Y más tarde flotaba en el cuarto del hotel pensando en Krleza.

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