Blog | Que parezca un accidente

Un gallego llamado Gabriel García Márquez

HAY DOS COSAS que mucha gente no sabe, aunque posiblemente sean la misma. La primera es que Gabriel García Márquez era gallego. La segunda es que el realismo mágico no es una forma de hacer literatura. No es una forma de narrar en la que lo real y lo irreal se intercalan con naturalidad y hasta con indiferencia. No es una corriente literaria popularizada por Gabriel García Márquez a finales de la década de los 60 con Cien años de soledad. El realismo mágico es, en general, una manera de describir la realidad restándole importancia a lo inexplicable. Un modo parsimonioso, casi indolente, de contar las cosas cuando éstas consisten en conversaciones entre vivos y muertos, apariciones de espíritus, visiones de acontecimientos futuros o cualquier otro fenómeno que incumpla ampliamente las reglas de la naturaleza. El realismo mágico es, en concreto, el modo que tienen los gallegos de contar las cosas que ocurren en Galicia. El modo en que las contaba, por ejemplo, Gabriel García Márquez.

Hace poco, durante una interesante entrevista que me hizo Marcos Pereda para el magazine The Citizen, tuve que explicar esto un poco de soslayo, sin demasiado tiempo para profundizar en el tema. Apenas pude aclarar un par de conceptos, como por ejemplo que los primeros en trasladar esa forma de contar las cosas a la literatura fueron los gallegos Gonzalo Torrente Ballester con El viaje del joven Tobías (1938) y Álvaro Cunqueiro con Merlín e familia (1955) —el de Mondoñedo ya lo denominaba "realismo fantástico"—. Lo que hace Gabriel García Márquez en el año 1967 con Cien años de soledad, quizá la obra en la que el realismo mágico alcanza su máxima expresión, es contar las cosas tal y como lo hacía su abuela, Tranquilina Iguarán, una panadera hija de gallegos emigrados a Colombia y, por lo tanto, gallega también, como su nieto. Es en El olor de la guayaba, un libro de 1982 que recoge algunas conversaciones entre Gabriel García Márquez y su amigo y biógrafo Plinio Puleyo donde el autor colombiano explica que escribió Cien años de soledad "usando el mismo método de mi abuela. Es decir, narrar las historias más extraordinarias, inverosímiles y conmovedoras con la cara de palo con que las contaba ella".

En 2014 contaba el escritor lucense Carlos G. Reigosa que, mientras escribía el libro La Galicia mágica de García Márquez, se encontró con el protagonista de su texto en Los Ángeles y, entre otras muchas cosas, le preguntó dónde estaba Galicia en su obra. "En la forma de contar", respondió él. Esa fue tal vez la razón por la que García Márquez visitó Galicia en los primeros años 80. Porque necesitaba saber un poco más de sí mismo. En un magnífico artículo publicado en 1983 en el diario El País titulado Viendo llover en Galicia, el escritor colombiano contó lo mucho que había extrañado toda su vida el sabor de los jamones que preparaba su abuela. "No volví a encontrarlo jamás en ninguno de los muchos y diversos jamones que comí después en mis años buenos y en mis años malos, hasta que probé por casualidad —40 años después, en Barcelona— una rebanada inocente de lacón. Todo el alborozo, todas las incertidumbres y toda la soledad de la infancia me volvieron de pronto en ese sabor, que era el inconfundible de los lacones de la abuela. De aquella experiencia surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia". Gabriel García Márquez descubrió que era gallego probando un poco de lacón. Normal.

Carlos G. Reigosa contaba que, visitando España después de recibir el Premio Nobel de Literatura, García Márquez le confesó a Felipe González lo mucho que deseaba conocer Galicia, por lo que el entonces presidente del gobierno encargó a Domingo García-Sabell, delegado del Gobierno en Galicia y presidente de la Real Academia Galega, que le facilitase al escritor una visita lo más privada —esto es, clandestina— posible. Y fue así como García Márquez pisó por primera vez su tierra, aunque su fenomenal retranca lo llevase a afirmar a menudo que había nacido en Colombia. Y así descubrió un lugar donde lo cotidiano convive con lo sobrenatural, donde el tiempo discurre a una velocidad distinta y donde lo real se confunde con lo irreal. De este modo termina su artículo de 1983: "Desde que tengo memoria les he oído hablar de Galicia a los gallegos de América, y siempre pensé que sus recuerdos estaban deformados por los espejismos de la nostalgia. Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos de mi abuela. Entre gallegos —ya lo sabemos— nunca se sabe".

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