Generación de desguace

Mario 64. EP
Mario 64. EP
Tuve que abandonar mi viejo Seat Toledo y me di cuenta de lo que nos cuesta dejar atrás como generación, puesto que vivimos, más que nunca, en la incerteza de lo que está por venir.

La semana pasada tuve un accidente de coche. Afortunadamente salí ileso, nada más grave que una leve contractura muscular que ahora me acompaña. Mi coche, por desgracia, no pudo decir lo mismo. Un viejo Seat Toledo que corrió la mala suerte de acabar en un desguace por el valor de trescientos euros. Como si todos los momentos y recuerdos creados por las personas que subieron algún día en él tuvieran ese precio. Lo tasaron sin tener en cuenta que fue mi primer coche y que significaba algo importante para mí. Me llevé el rosario que lo decoraba a modo de amuleto y abandoné el coche a su suerte entre cientos de piezas apiladas una encima de otra en gigantes estanterías de paletización abiertas: motores, puertas, tubos de escape… Me imaginé un lugar así de partes del cuerpo de personas de compraventa, en el que pudieses encontrar partes sueltas que ya no nos interesan y decidimos subastarlas al mejor postor. La gente reemplazando corazones recién destrozados o cambiando sus articulaciones por unas más sanas y que no den tantos problemas. No soy un gran fan del motor y las llantas, pero sí de los objetos y lo que me evocan. Desprenderme de ese coche ha significado dejar atrás mucho más que cuatro ruedas y numerosos comandos que nunca he llegado a comprender del todo. Ya no me pedirá nadie una canción y tendré que sintonizar la frecuencia 88.8 para escucharla. Pisaré sobre el asfalto de una forma distinta. 

Emprender la búsqueda de un coche nuevo se convirtió en una ardua tarea para alguien que poco más puede aportar que su gusto estético y la preferencia por un modelo de reducido tamaño. Ese vértigo se lo trasladé a las personas que me rodean, quienes compartieron el miedo a la incertidumbre. Comencé a pensar, entonces, que quizás esa angustia que yo sentía era generacional, y no era tan puntual como el pánico ante la elección de un coche nuevo. Es el miedo al cambio y a lo desconocido, pero sobre todo a la incerteza por un futuro que cada vez se convierte más en un enemigo para quienes hemos sido criados en la inmediatez del presente. Hemos decidido eliminar de nuestro vocabulario la locución adverbial “a largo plazo”, puesto que es algo que ya no representa a la generación Z, Alfa y venideras. La sustituimos por otras expresiones como "en un futuro" o "algún día". Cuando tenemos que decidir algo que nos va a comprometer, por corta que sea esta unión inquebrantable, nuestra propia inercia generacional nos obliga a dar un paso hacia atrás. El futuro, lejos de verse como un amplío abanico de posibilidades con el que poder jugar nuestras cartas, se ve como un precipicio del que no conocemos el fondo. Saltar es sólo apto para los más valientes.

Es difícil esperar otro resultado de quienes hemos sido criados jugando al videojuego 'Mario64' de Nintendo. Un mapa infinito se abría en pantalla y el objetivo era adentrarse en el castillo y cruzar los cuadros que, en realidad, eran portales abiertos hacia otros mundos. Ese juego era como un espacio liminal. Invitaba a la nostalgia y a la desesperanza, aunque todavía no sé por qué. La sensación generacional se materializa en ese juego de Mario. A pesar de la infinitud de pantallas y de posibilidades, el mapa por el que transitar es un espacio vacío, sin alma. Resulta difícil encontrar un buen mundo en pantalla cuando la carta de presentación ya viene dada como un reto, como algo inhóspito a lo que hay que hacerle frente. 

No es el único videojuego que vaticinó este futuro ya presente. La idea de tener una casa en propiedad y un trabajo estable es solo realista en el juego del 'animal crossing'. Vivimos con el miedo constante a no haber guardado esta partida y que nos despierte el topo Ado, abroncándonos y amenazándonos con que ya no podemos seguir jugando así, que nuestra forma de vida tiene los días contados. Tom Nook es el propio sistema, condenado a ser nuestro jefe vitalicio, de quien ni Ladino logra escapar y vivir al margen de la ley. 

Cuando dejé mi vehículo en el desguace reflexioné sobre todo esto. Pensé en mis conocidos y amigos y en sus viviendas de alquiler. Uno de ellos me comentaba que no pensaba decorar la casa en la que iba a vivir todo un año, porque sabía que era temporal y no quería sufrir el abandono posterior. Para qué iba a coleccionar plantas si solo podía comprometerse a regarlas durante un año. Me niego a pensar que lo único que nos queda es aferrarnos a lo efímero. Por eso guardamos en cajas las joyas, las fotos, los cds y las cartas. A veces ya no es por miedo a que nos olvidemos de lo que significaron en nuestra vida, sino que lo hacemos por pánico a que ese momento no se vuelva a repetir. Vemos tan incierto que esa carta pueda ser superada por otras manos ejecutoras que nos entregamos al pasado negando que pueda haber algo mejor. Corremos el riesgo de estancarnos en esto.

Volviendo a mi paseo por entre piezas de desguace como tubos de escape y puertas de vehículos destrozadas, es esa incertidumbre la que nos ha construido una recreación de ese pasado mejor manriqueño en el que siempre seremos más felices. No es una casualidad que toda una generación encuentre mayor afinidad con un desguace que con un concesionario. Las oportunidades y el progreso personal es algo que nos asusta al verlo poco factible, por lo que preferimos privarnos de ello antes de valorar sus posibilidades. Una generación que crece con la nostalgia del Mario64 es difícil que logre pasar de pantalla. Tengo que reconocer que ya se ha subido el primer pasajero en mi coche nuevo, y a pesar de la inquietud, no me ha disgustado la sensación.