Blog | Arquetipos

El sonido infinito

La literatura de Margaret Atwood es el eco eterno de la belleza y la fealdad del mundo. Ha escrito 60 libros y su voz resuena, resuena, resuena.
Margaret Atwood. EFE
photo_camera Margaret Atwood. EFE

Tiene una voz suave, pero a la vez firme. Su ritmo es pausado, lo que hace pensar que selecciona las palabras, que las escoge con celo, antes de pronunciarlas. Su tono es justo, ni agudo ni grave, con el timbre situado en el lugar de lo posible: todo puede suceder —y todo sucede— y su voz vibra en consonancia. El humor, el horror, la fascinación por las cosas de este mundo, la alegría intensa de alguien que mira con la intención sincera, humana, de comprender. El largo trayecto de una mujer que, ya desde niña, recogía los cuentos populares, las historias ancestrales, la naturaleza viva y lo que contiene ésta de magia, de misterio y de solidez amenazada. Eso está en su voz. Su voz se viste de ese recorrido. 

Lo insólito es que ya aparece esa voz en sus entrevistas, en sus lecturas, en las grabaciones que se conservan de sus años de juventud. Lo extraordinario es que esa impresión que desprende al hablar, la sensación de que está desplegando ante la audiencia una realidad compleja, parece estar ahí desde el principio. Su sonido es envolvente, inmersivo, como se dice ahora. Toda una experiencia. 

Su nombre es Margaret, como el de su madre, pero sus amistades la llaman Peggy. Carl Edmund Atwood, su padre, era entomólogo, y las largas estancias de la Peggy niña y adolescente en los bosques canadienses se deben a las investigaciones paternas. A la edad de seis meses me llevaron al bosque en una mochila y este paisaje se convirtió en mi ciudad natal”. Su madre, Margaret Dorothy Killam, era nutricionista, y durante esos períodos de lejanía urbana, viviendo en cabañas, trasladándose en canoas, siendo paisaje, ella era también la escuela para sus tres hijos, que, de vuelta a la ciudad, se incorporaban sin conflicto a la correspondiente educación reglada. Solo que Peggy avanzaba mucho más rápido que el resto y cursó el primer año de secundaria con 12 años.

Se refiere a sus padres de este modo: "Sí, eran buenos. Aunque hay autores que consideran que para la escritura es mejor que hayan sido malos, pero no fue mi caso. Mi padre era una persona enérgica. Yo lo soy, y probablemente lo heredé de él. Pero también mi madre, que cabalgaba, nadaba, era muy física. Danzaba sobre hielo, algo entonces no muy corriente, y leía mucho". Y también: "Mi padre era un consultor de políticas públicas, y se ocupaba de regular áreas naturales; fue uno de los impulsores del parque forestal de Quetico, en Ontario, donde pasábamos temporadas. Eran precursores del conservacionismo, hablaban de problemas del clima y el desarrollo ya en los años cincuenta".

Así creció Margaret Atwood, entre los imponentes escenarios forestales del norte de Ottawa, Quebec y Toronto, y así adquirió ese sonido propio que, desde 1939, año en que nació, fue buscando su lugar, haciéndose un sitio para decir. En forma de poesía, de ensayo, de novela, de libro infantil, de cómic, de guion, de charlas, lecturas, manifiestos. Un sonido con un espectro infinito

Desde muy temprano aprendió a leer y desde muy temprano se inició en la escritura. "Empecé a escribir muy joven. Escribía viñetas y pequeñas historias y escribí mi primera novela con 7 años. Trataba sobre una hormiga. No tuvo mucho éxito, pero tenía ilustraciones. Más tarde, perdí el interés en la escritura. Quería ser pintora". En Toronto fue al instituto y un día, de camino a casa, pensó esto: "Escribí un poema en mi cabeza y luego lo escribí, y después de eso escribir era lo único que quería hacer".

De allí fue a la universidad, donde se licenció en Filología y se integró en el mundo bohemio y artístico que se expresaba por aquel entonces en los cafés y locales alternativos de la ciudad. "Estaba en la línea de las librerías café de San Francisco, se tocaba jazz y se celebraban lecturas de poesía. Nos encontrábamos un grupo de gente que luego, al hacernos mayores, se dispersó. Leonard Cohen empezó a cantar allí. Yo por supuesto le traté, aunque no fuimos amigos íntimos". Publicó sus primeros poemas en las escasas revistas que circulaban en la época. Comenzó a ser conocida. Al tiempo que se iba desarrollando como poeta, iba también configurándose su conciencia de ser mujer, de ser escritora: "¿Cómo va a ser poeta en una sociedad que define a la mujer como una de esas con guantes blancos y fajas o como una persona sonriente que tiene siempre la cena preparada sin importar cuando llegues a casa? Para nosotras, esa época fue una cuestión de definirnos. Tenías que construir el espacio en el que luego estarías".

Pero el impulso, la fuerza de la voz, no se correspondía con el pequeño espacio que la literatura canadiense tenía para su propio desarrollo. Rompió los goznes y salió de Canadá.  Llegó a Harvard a instancias de un profesor, Northop Frye, referente nacional de la crítica literaria, quien la animó a que cursara estudios de posgrado. Y allí sí, encontró el suficiente horizonte para respirar. Conoció a Jim Polk, quien dijo de ella: "Ella era más inteligente que cualquiera de Harvard.Opinaba, participaba en marchas y me instaba a escribir mis trabajos. Ella sabía que era buena y no se molestaba en ocultarlo".

En 1961 había autopublicado su primer poemario, Doble Perséfone, con siete poemas que anticipaban sus temas futuros. Y, poco más tarde, publicó El juego del círculo, con el que ganó el premio Gobernor’s General. Su primera reacción fue: "Es mi primer libro. Es muy pronto, ¿qué les pasa?". Ella y Jim se casaron, aunque el matrimonio no duró demasiado. 

En 1969 salió a la luz su primera novela La mujer comestible y, según sus palabras: "Algunos lo vieron como la vanguardia del feminismo y otros lo vieron como una fase que ya se me pasaría cuando madurara". La fase le dura 85 años, que son los que tiene en la actualidad. 

Conoció al escritor Graeme Gibson, con quien compartiría su vida hasta la muerte de este en 2019. Regresaron a Canadá, tuvieron una hija, se compraron una granja cerca de Toronto y ambos se implicaron profundamente en recuperar la literatura canadiense, en darle su lugar. De ese espíritu surgió, en 1972, Supervivencia: una guía temática de la literatura canadiense. Pero también otros, en una década extremadamente prolífica, con novelas, poemarios y otros ensayos. Y entonces escribe ‘El cuento de la criada’, con el que vuelve a ganar el Governor General’s en 1985. Con la película, realizada en 1990, su fama creció, pero fue la serie, emitida en 2017, la que arrastró a la escritora a una vorágine de fama, reediciones, promociones, premios y más premios. 

A lo largo de su carrera la acusaron de ser fría, demasiado distante. De que en sus libros había demasiada crueldad. Ella siempre tiene cosas que decir. Normalmente repregunta: ¿Existe la crueldad en la vida? ¿Por qué no debería haber también en mi obra? Y otras veces lo deja muy claro: "Hay una línea de libros muy prolífera que se puede conseguir, con el argumento de chico conoce a chica, son felices y se comprenden. Son los romances de Harlequin. No cuestan mucho y los venden en cualquier droguería". 

La naturaleza, el cambio climático, la tecnología, los miedos, las amenazas, el feminismo, los derechos humanos. Su posicionamiento firme, agarrado a una voz honda y elevada, culta y conocedora del mundo que la rodea, y su fuerza vital no parecen disminuir. Está presente en redes sociales, acude a actos reivindicativos de todo aquello en lo que cree. A los 80 años viajó alrededor del mundo y admiró lo que hay en él. Guionizó una novela gráfica, fue a un congreso de ornitología, ofreció sus palabras a las causas de los seres indefensos, injustamente tratados, olvidados. Y continúa escribiendo. El otro día subía una foto a Instagram en la que salía hablando en un acto de recaudación de fondos para un observatorio de aves. Al final del texto ponía: ¡Muy divertido!. 

Ese disfrute, ese asombro ante la vida le permite aún estar de pie y decir lo que todavía tiene que decir.  Como una música profunda e infinita.

Comentarios