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Ascensores contra quirófanos

"Lo peor de un hospital son los ascensores", decía el editor, profesor y escritor Carlos Pujol Lagarriga, que nunca hablaba por hablar, y que conocía demasiado bien los hospitales. Al lado de los ascensores, aseguraba, espacios como los quirófanos son más o menos una broma. Quizás tuviese razón. Después de todo, sabemos por qué nos asustan los quirófanos. Las cosas que ocurren ahí dentro se imponen a la vista con crudeza; no hay misterio alguno en ellas. En el ascensor de un hospital, en cambio, no sabes dónde está exactamente lo terrible, no se muestra, pero observas a las personas que tienes al lado, mientras la maquinaria se eleva o desciende, y quizá no sepas qué les pasa exactamente, pero sabes que les pasa algo y que lo que les pasa debe de ser terrible.

IlusEse silencio que llevan pegado como una mancha, ese modo que tienen de mirar al suelo, o a la puerta, y sobre todo, las cosas que a ti, observándolos, se te vienen inopinadamente a la cabeza, todo lo que crees imaginar que les pasa, son cuanto necesitas para adivinar lo terrible. Espías a la gente fugazmente y ves muchas veces a hombres y mujeres declinantes, a punto de deshacerse en el aire, como si fuesen una suma de prendas de ropa vacías, sin un cuerpo dentro. Aunque si lo peor del hospital son los ascensores, en la teoría de Carlos Pujol el averno se encuentra en el aparcamiento. "Desde la ventana de mi habitación veo bajar y subir en solemne procesión a muchas almas cuyo destino ignoro", decía, pero dispuestas a ser "redimidas por un tíquet".

Carlos murió en marzo. Yo lo conocí a comienzos de 2016. Tuvimos tres o cuatro encuentros, y me fascinó la fe que podía llegar a tener en algunos escritores, lo inteligente y gracioso que era, y lo bien que sabía llevar las camisas blancas y cómo de lejos se puede ir con ellas.

Enrique Murillo, en una nota de despedida publicada en El País, recordó que Pujol "era editor porque tenía la capacidad de descubrir el talento de los escritores primerizos, sin fama ni renombre", pero sobre todo era editor porque acompañaba a los autores "en tiempos en los que editar terminó siendo contratar a partir de informes de lectura hechos por otros".

Murillo recordaba que un día Carlos descubrió el manuscrito de una chica que, a ratos perdidos, "escribía en el ordenador de la Fnac de Callao", donde formaba parte del equipo de promoción. "Les llevó meses trabajar a fondo aquella novela, que acabó titulándose Amor, curiosidad, prozac y dudas". Su autora, claro, era Lucía Etxebarria. En la época que Murillo lo fichó para Plaza y Janés, Pujol editó también a autores como Félix Romeo o Ray Loriga.

Hasta su fallecimiento, Carlos estuvo años entrando y saliendo de hospitales continuamente, cuidando a sus seres queridos, dejándose después cuidar por ellos, usando los ascensores, las salas de espera, las consultas de oncología, las habitaciones compartidas, los pasillos de planta. Llegó un momento, a fuerza de estar enfermo e ingresado, y de llorar por no poder hacer que la vida fuese de otra manera, en el que se convirtió en un maestro en la técnica de "fingir a la perfección que sigo despierto y que estoy vivo". Solo el amor y el tabaco lo ayudaron a gestionar toda la fatalidad que lo sacudió. "Sabré que he muerto", escribió, "cuando ya nadie me recuerde que deje de fumar". 

Porque de casi todo lo que pasó en su larga temporada de hospitales tomó nota. Hay que tener un carácter muy especial para hacerlo. No cualquiera podría. El resultado es Cuadernos de Hebrón, que la editorial Alrevés acaba de publicar, donde se reúne la suma de todos los apuntes que Carlos escribió entre que los médicos descubrieron que su mujer padecía cáncer, y que poco tiempo después el diagnosticado por la enfermedad fue él mismo.

Los libros son una forma de perdurar, supongo. Siempre quedará alguno, aunque sea en un lugar remoto, haciendo verdadero ese verso que el propio Carlos Pujol evoca, y que había sido escrito en su día por su padre: "Solo existen las cosas que no pueden perderse". 

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