Opinión

Una espía entre calabazas infinitas

Resulta casi imposible a expertos, investigadores y personal médico determinar si Kusama padece una enfermedad mental determinada por la naturaleza o si fue provocada por su vida. Sí hay un consenso sobre el hecho de que todos los acontecimientos adversos que vivió en su vida, marcados por la constante de ser mujer y japonesa, avivaron una dolencia que provoca, entre otras cosas, alucinaciones psicodélicas percibidas a través de los ojos. El arte de Kusama, su larga historia personal y su dolencia son tres elementos inseparables, interconectados.
Yayoi

Los orígenes de esta artista total se sitúan en Matsumoto, una región de hondas y marcadas tradiciones en un país extremadamente conservador como era Japón previo a la Segunda Guerra Mundial. Las tendencias ultranacionalistas y de aislamiento a la modernidad anclaban a su población en un tiempo indeterminado, anacrónico a todas luces. En ese contexto, una familia de importante presencia ejercía un rol de dominancia a nivel social y económico. Era, por supuesto, la familia de Kusama. Su apellido era tan importante y un símbolo de tal valía que su padre rompió las reglas del matrimonio para adoptar el Kusama de su mujer, renunciando al suyo y humillando a su propia familia. El ascensor social, sin embargo, solo lo llevaría a la prosperidad económica y la insatisfacción existencial.

La familia Kusama comerciaba desde hacía más de un siglo con grano de todo tipo, en especial semillas de flores y flores germinadas, elementos de gran valor en aquel momento. Sus arcas rebosaban abundancia y el férreo control de la madre sobre todo lo que ocurría en su casa dotaba a cada miembro de un aire similar a la realeza. Sin un pasado glorioso, pero percibidos como si fuese así. Yayoi fue la cuarta hija de un matrimonio devastado y cimentado sobre la mentira. Su dictatorial madre sabía que su marido mantenía relaciones sexuales por todas partes con muchísimas mujeres, algo que ocurría siempre fuera del hogar y de manera inevitable para ella. Debido a la estatura menuda y dimensiones reducidas de Yayoi cuando era niña, su madre reservaba para ella una misión ineludible y sangrante.

Kusama debía espiar a su padre cuando su madre lo ordenara. En la mayoría de las ocasiones, el padre daba uso a los extensos terrenos de plantaciones de la familia y se ocultaba en las altas hierbas para perpetrar sus infidelidades. Entre los tallos y las flores, Yayoi observaba atenta cada paso entre el progenitor y todas aquellas mujeres, cómo era ese procedimiento que rompía su hogar. Esta dinámica se repitió durante años, en paralelo al inicio de los primeros síntomas de que algo ocurría en la cabeza de la niña. De vez en cuando, manifestaba a su madre que sentía y percibía cosas de manera distinta. La madre achacaba todo esto a un exceso de imaginación y creatividad, llegando a prohibir a la menor cualquier actividad artística o lúdica.

Yayoi se ocultaba para pintar, se recluía en armarios o aceleraba su trazo sobre el papel para hacerlo a toda velocidad. Esto se debe a que su madre arrancaba de su mano todo utensilio, como pincel o lápiz, y procedía a romper ante sus ojos cualquier dibujo o cuadro. Su madre conseguiría arrancar de ella cualquier interés por ser artista. El único oficio con el que podía soñar era el de espía de infidelidad. Solo durante las últimas semanas de verano y otoño esta tarea se volvía más sencilla, pues Kusama se dormía sobre las calabazas y podía descansar, no delatar a su padre y calmar los nervios de su madre. Su olor, su color, su textura, su forma; todo ello es lo que Yayoi podía percibir como lo más cercano a un hogar.

Sin embargo, durante uno de estos episodios de espionaje los ojos de la artista comenzaron a fallar y su visión se volvió psicodélica. El campo de flores ahora presentaba un estampado de lunares que se extendía por el suelo, por el cielo por su ropa y por su piel. Todo era así. Además, las plantas habían comenzado a hablarle y tenían unas sinuosas bocas. No entendía ninguna palabra y echó a correr. Se resguardó en un armario y comenzó a pintar de manera incesante lo que había visto. Cuando la descubrieron, todo el interior del mueble estaba estampado con lunares que trascendían el papel.

La madre de Kusama restó importancia al evento y se negó a que su hija recibiera tratamiento, aunque la artista ya se encontraba dañada entonces para el resto de su vida y, en cierto modo, bendecida sin ella saberlo. Tras haber crecido en un hogar traumático, Yayoi aceptó que para poder salir de allí debía aceptar su única posibilidad de estudiar artes y comenzó su formación en una escuela municipal de artesanía para aprender el arte milenario del Nihonga, la excepción que su madre permitía. Se graduó al año siguiente de modo acelerado, sin dificultades y una excelente calidad. Pero Kusama había detestado cada segundo en la escuela, que consideraba corta de miras y limitante con sus propias ideas. La relación de sumisión y obediencia al maestro le resultaba vomitiva. En cierto modo, la artista había preferido como episodio formativo su trabajo como costurera de paracaídas en una fábrica textil durante la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía 13 años.

Una joven y precoz Yayoi abandonó su tradicional región para mudarse a Tokio, donde ella consideraba que podría tener un espacio. Kusama había organizado una exposición en un cine de Matsumoto a la cual no había acudido ni una sola persona, pero eso no impidió que siguiese creando sus estampados geométricos y de lunares como su propia visión artística del mundo. Lo hacía en acuarela, en pintura, al óleo, en tinta. Su obsesión no conocía límites y se enfrentaba a lienzos de dimensiones titánicas. En Tokio, Kusama logró hacerse un pequeño nombre como artista de vanguardias y pudo exponer de manera limitada algunas de sus obras, que ya mostraban la filosofía de redes infinitas que la acompaña hasta hoy. El concepto de redes infinitas de Kusama expone que ella y cada persona es solo una existencia aislada dentro de un conjunto mayor de elementos interconectados, en el cual cada individuo desconoce su alcance y expansión sin poder librarse de sus lazos. Todo ello procede de su experiencia como víctima de alucinaciones.

Gracias al mayor aperturismo de la capital japonesa y la llegada a la ciudad de arte internacional, Kusama entra en contacto con vanguardias contemporáneas de todo el mundo, en especial, con el arte abstracto de Estados Unidos. Su fascinación se clava en el trabajo de Georgia O’Keeffe, con la que empatiza instantáneamente y se obsesiona porque era la única mujer de la cual había conocido producción artística. Abrumada, Yayoi pide ayuda a un amigo que habla inglés para escribir una carta a O’Keeffe solicitando su amistad. En noviembre de 1955, una carta de remitente internacional entra en el buzón de Yayoi Kusama. O’Keeffe había contestado y valoraba como muy interesante las láminas que la japonesa había añadido al sobre. Todas sus cuestiones sobre ser mujer y artista, sobre el éxito y vivir de la pintura, obtuvieron una relativa respuesta que en todos los casos llevaban a un mismo consejo: mudarse a Estados Unidos.

Tras lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial, Japón se encontraba en una situación social y cultural muy agitada. Las tradiciones eran vistas como un fracaso, y la introducción de tecnología e influencias modernas dinamitaba el sistema del país. Pertenecer al bando perdedor suponía agachar la cabeza y aceptar las condiciones del ganador. En medio del orgullo herido, los siglos conservadores ardían rápidamente dejando a millones de personas desamparadas.

Con 27 años, Kusama anuncia en su casa que se marcha a Estados Unidos para poder vivir de su arte vanguardista. Esto es percibido en su hogar como una afrenta, un desaire, una falta de honor y un ataque a toda su cultura. La hija menor de una familia japonesa tradicional y conservadora daba la espalda a su país, a su arte, para vivir con el enemigo y llevar a cabo su modelo de vida. El escándalo supuso su expulsión de la familia. Le dieron todas sus pertenencias, cientos de kimonos y un puñado de dólares para que tuviese cómo empezar, siempre y cuando prometiera no volver jamás.

Siguiendo el consejo de O’Keeffe, Kusama se mudó en 1957 a Estados Unidos, a Seattle, donde expuso sus piezas sin demasiado éxito. Asumió que su lugar estaba donde exponían y producían los que se asemejaban a ella. Al año siguiente, Yayoi llega a Nueva York. Entonces se convirtió en una estampa habitual ver a una mujer de corta estatura vestida con un kimono paseando lienzos de varios metros por toda la ciudad, aunque en la cidudad nada llama la atención hasta que ciertas personas señalan tu importancia.

Al abandonar Japón, Kusama quemó 2.000 de sus pinturas a las orillas de un río. Al aterrizar en Nueva York, subió al Empire State para prometerse que dominaría la ciudad. Sin embargo, nadie apostaba por ella, la primera artista plástica que se abrió en Estados Unidos camino desde la isla nipona tras la Segunda Guerra Mundial. No interesaba a nadie y eso no encajaba en sus planes. Kusama se mudó a un edificio junto a otros artistas, en ese espacio no cesó su actividad. Gracias a una exposición de sus redes infinitas renovadas, con cinco lienzos gigantes de color blanco y táctiles, ascendió con velocidad en el escalafón vanguardista de la ciudad y los críticos comenzaron a fijarse en ella.

La dispersión artística de Yayoi comienza en la década de los 60, cuando abre muchos frentes en su producción por influencia del movimiento hippie, la contracultura y la oposición a la Guerra de Vietnam. La japonesa se sumó a la corriente de artistas del happening, eventos interpretativos improvisados de carácter finito. El MoMa o Central Park fueron sus escenarios preferidos para efectuar sus ‘festivales’, en los que pintaba cuerpos desnudos con círculos y otros elementos. Aunque su happening más reconocido es una boda homosexual musicada por Fleetwood Mac, en el que solicitaba igualdad a Richard Nixon. Paralelamente a los titulares que acumulaba por culpa de estos actos, Kusama creó tres conceptos renovadores en el arte de su tiempo y fundamentales en la actualidad. Aprovechando su aprendizaje como costurera, Yayoi comenzó a hacer esculturas blandas con telas y rellenos. Su primer trabajo fue una silla con protuberancias fálicas, incómoda al sentarse, que representa la incomodidad que la artista siente hacia el sexo. Kusama sentía mucho orgullo por este concepto, hasta que fue a la inauguración de una exposición de Claes Oldenburg. La japonesa enmudeció al entrar en la sala. Este artista sueco había plagiado sin piedad su trabajo hasta el límite de que la esposa de este se disculpó con ella. Para la historia del arte, él es el padre de la escultura blanda gracias a helados u objetos cotidianos de tela, en lugar de los conceptos de Kusama.

Dispuesta a no rendirse aunque herida en su ánimo, Yayoi decidió ahondar en sus redes infinitas. En un espacio cedido por una galería, expandió más su concepto y ocupó con fotografías el suelo, el techo, las paredes; toda cavidad posible. A esta innovadora muestra acudieron muchos amigos de la japonesa; entre ellos, Andy Warhol, quien reconoció que había roto los marcos con su idea. Meses más tarde, Warhol plagió descaradamente y vació de significado este concepto en una de sus exposiciones. Kusama reproduce sistemáticamente todas sus ideas decenas o cientos de veces, pero no con afán productivo e industrial; sino como búsqueda de la diferencia por la misma mano creadora y la variedad en un universo individual. A Warhol, por su parte, solo le interesaba la visión mecánica del trabajo y la reproducción comercial. Tras esta traición, Kusama comenzó a deambular por las calles de Nueva York abatida por el robo de sus creaciones, pasando necesidades y viendo cómo su fama desaparecía. Decidió explorar un último concepto, las ‘infinity rooms’, espacios de tamaño limitado que, mediante juegos de espejos y efectos lumínicos, rompiesen las dimensiones hasta el infinito. Este tipo de instalaciones fueron de las primeras de tipo interactivo en toda la historia y llevaban al máximo exponente las redes infinitas de Kusama. De nuevo, otro artista de cierto éxito entonces se hizo con la idea de la japonesa y la expuso en una galería más relevante que la suya, haciéndose con un éxito muy notable. Kusama estaba devastada emocionalmente. Había sufrido un expolio de su capital artístico y nadie hacía nada. En su interior, como posteriormente ha expresado, sabía que era por su triple condición de mujer, asiática y emigrada.

En 1966 logra exponer en la Biennale de Venecia con una instalación de bolas de espejo que reinventaba el mito de Narciso. Vendía el reflejo del público a 2 dólares y por este gesto osado de infravalorar el arte, según la organización, fue expulsada. Yayoi consideraba y mantiene aún hoy que el arte no debe ser un artículo de lujo. Tras la muerte en 1972 de su única pareja sentimental, el artista Donald Judd, la depresión y el grave estado psíquico de Kusama se agravan. Su peculiar relación, pues jamás hubo intimismo sexual porque ambos sentían aversión por el coito y él era 26 mayor que ella, había sido una red de seguridad para Yayoi. Pero nada quedaba para ella en el país, de vez en cuando algún titular la rescataba hablando en pasado para compararla con otros artistas masculinos. Derrotada, partió a Japón para internarse voluntariamente en un sanatorio mental. Era una figura odiada en su país, conocida como una reina del escándalo. Su familia no se dirigía a ella y nadie, salvo los sanitarios, le tendía la mano. En 1977 intenta suicidarse por segunda vez y, debido a ello, entra a formar parte de un programa de terapia artística. A raíz de una mejoría evidente de sus dolencias, Kusama comenzó a realizar cine experimental y conocer otros medios de expresión artística, alejada de sus antiguos espacios seguros y hurtados.

El renacer de Yayoi Kusama se produjo gracias a una novela, cuya calidad manifiesta le granjeó un premio. Esto generó una retahíla de titulares que repescaron su historia vital, su trayectoria y su situación presente. Las noticias llegaron a Estados Unidos y una galerista que conocía el trabajo de la japonesa pidió que le permitiese organizar una nueva muestra de su trabajo. Aquella pequeña sala fue donde el milagro ocurrió. Meses después, Kusama había renacido con numerosas retrospectivas de su obra a modo de disculpa tardía.

Durante los años 80 y 90 su figura se convierte en titánica, un tipo de artista único de un momento concreto. Se reconoce su aportación a la historia del arte de manera justa y comienzan a aparecer los estudios sobre su trabajo. Sexo, feminidad, universo individual, metafísica, salud mental o el deseo son temas recurrentes en su trabajo abstracción minimalista. Todo ello está presente en su obra fundamental: la calabaza. Esta verdura cargada de protuberancias, brillos y colores encierra los secretos de una mente creativa que se mantiene activa actualmente, cerca de los 94 años, como la artista de mayor éxito en todo el planeta. Sus exposiciones acumulan millones de visitantes en todo el mundo. La calabaza volvió a Kusama para cerrar su círculo vital. En la Biennale de Venecia, de la había sido expulsada, representó a su país en el pabellón de Japón en el año 1993. Ella sola. Múltiples calabazas de tamaños colosales y enanas tomaron un espacio infinito en dimensiones gracias a los espejos. En el medio de la sala, Yayoi Kusama aguardaba sentada vestida como sus esculturas. Seis décadas después, la niña que encontraba el mejor lecho sobre las calabazas mientras espiaba a su padre podía descansar en paz.

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