Opinión

Alfonsina

Un día, en el coche, mi hijo me pidió que quitara Alfonsina y el mar, porque era tristísima. Antes, yo le había contado la historia de Alfonsina Storni, o al menos parte de ella.

Y NO QUISO seguir escuchando la canción, de la pena que le daba. Y ahora yo, como estoy loco, no puedo escucharla tampoco. Pero no por ella, sino por él.

Esta noche, sin embargo, volviendo de Pontevedra, la he puesto, y he tratado de que los sentimientos no se desbocasen, y centrarme en la música, de Félix Luna, y en la letra, de Ariel Ramírez, ambas preciosas. Me ha costado, porque hay partes terribles. El verso Bájame la lámpara un poco más, por ejemplo, esa mezcla de cansancio, de ganas de reposar, y de resignación e incluso deseo de morir, me destroza. Precisamente, está sacado de su poema de despedida, Voy a dormir.

Me gusta la versión de Mercedes Sosa, claro. Me la enseñó Marta. Yo estaba acostumbrado a la que siempre ha escuchado mi padre en casa, de Los Sabandeños. Y aún hoy no sabría cuál elegir. Por suerte —esto hay que recordárselo a uno mismo a menudo, y en un sinfín de temas—, no tengo por qué hacerlo.

Pero es que a mí, el suicidio, al contrario que a quienes lo ven —mi mujer, por ejemplo— como una opción incluso consoladora, como una salida siempre disponible, me resulta tremendamente triste. No tanto el mío, quizá, que me da más igual si pienso en él —cosa que, por otra parte, no hago—, sino el de los que quiero, y muy en particular el de mis hijos. Me imagino la tristeza tan grande que debe de sentir alguien para llegar a él, pienso en lo desgraciados que se tendrían que sentir para llegar a ese punto, en lo mal que tendría que haberles ido todo, en cuánto habrían tenido que cambiar, que estropearse, sus vidas, y se me rompe el corazón. Tal vez porque pocas cosas me dan tanta pena como su pena, pocas me hacen sufrir tanto como la posibilidad de que su futuro no sea feliz, como imaginarlos, dentro de muchos años, adultos ya, cuando yo no esté, viviendo una vida desdichada.
¿Entienden por qué no la escucho, ya?

Y, sin embargo, me encanta. Y además recuerdo un bar de Sevilla al que solía ir los fines de semana que pasaba allí, hace ya casi treinta años, donde un hombre tocaba un piano vertical y una chica, muy guapa, me parece, cantaba. Y casi todas las noches cantaba Alfonsina y el mar, y la cantaba muy bien. Y nosotros la escuchábamos tomando algo así como un licor de naranja, creo. En Sevilla, qué cosas; qué cosas, pensar que hubo una época en que para mí fue habitual pasear por ella, o pensar que yo mismo viví en Cádiz. Qué cosas, pensar que fue la misma persona la que callejeó sola por El Puerto de Santa María, la que callejeó muchas tardes con una chica francesa por Sevilla, la que deambuló una noche por Salvador de Bahía, tomó té con un camaleón sobre la cabeza en el faro de Ceuta, fue a una escuela unitaria en un pueblo de Madrid y estuvo de rodillas contra la pared, alindó las vacas en Aranga y le gustó una niña de Irixoa, merendaba leyendo Asterix, lloró una noche entera en un portal ferrolano, bebió cerveza con un vendedor de alfombras en Mármaris, vivió con una chica japonesa en Londres, anduvo en bici por Helsinki, llamó por teléfono desde un locutorio en las Torres Gemelas, o iba al colegio con su hermano pequeño en la ruta 3. O estudiaba en el comedor de su abuela en Santa Marina, en segundo de BUP, y se miraba en el espejo de la vitrina de las copas y se imaginaba de mayor. Y ahora va y viene a Pontevedra y tiene mujer e hijos. La misma persona, allá al fondo, bajo los años, las arrugas y las canas, y a pesar de los cambios. El mismo niño, confiado e impaciente. Siempre el mismo niño, esperando no sabe qué.

Al final volví tranquilo y contento, calmado por la música e incluso animado por un relativo optimismo, que hay que aprovechar, que ya saben que no nos sobra.

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