Opinión

Platón en Ponferrada

Resulta que el libro con el que más he disfrutado en los últimos meses estaba aquí al lado
Platón

Es extraño leer un libro de alguien conocido, nada menos que del padre de una amiga. Y más extraño todavía es escribir sobre él. Especialmente si se trata de una novela, y además de toda una bildungsroman, una clásica novela de aprendizaje en la que, como corresponde, el autor cuenta algo tan personal e íntimo como su tránsito de eso que podríamos llamar primera juventud a la juventud adulta, su salida del hogar, del cascarón —de la cueva de Platón, dirá él—, y sus primeros pasos en el mundo, su primer asomarse por su cuenta a la vida exterior.

Mi amiga se llama Olga y su padre, el autor, Eduardo Fra Molinero, ponferradino afincado desde hace más de media vida en Ferrol y bien conocido en la ciudad por su paso por la política y, más aún, por sus muchos años de profesor de Historia en el instituto Concepción Arenal, el Masculino de toda la vida. Y del que nunca he oído hablar mal a nadie, lo cual es, como todos sabemos, difícil en cualquier caso e inaudito cuando se trata de alguien con una faceta pública. Y la novela es La caverna de Platón (Edicións Esquío, 2021).

El libro me ha encantado, lo cual facilita enormemente —o directamente la hace posible, para qué negarlo— esta columna. Pero lo curioso es que sobre todo me ha gustado por lo identificado con el protagonista que me he sentido. Mucho —y es raro identificarse con el padre de una amiga—. También me ha gustado lo que cuenta, claro, y cómo lo cuenta, por supuesto; al fin y al cabo en eso consiste un libro. Tomás Oia, alter ego de Eduardo Fra, sale de su pueblo natal, aquí llamado Villatemple, a estudiar a Oviedo. Y desde allí, el primer verano, emprende un viaje, un viaje iniciático que lo llevará a París, a pueblos franceses, a Ginebra, a Milán o a Venecia. Y en el que, naturalmente, tiene encuentros, unos fugaces y otros más pausados y de más calado.

Lo más interesante ha sido ir siguiendo las impresiones y reflexiones que tanto lugares como personas van provocando en él. Observaciones y opiniones que tan próximas y familiares me han resultado. He disfrutado con ellas y me he reconocido en muchas. Me he reconocido en los sentimientos que describe y en su manera de mirar el mundo, la vida y a los demás. Mira desde una timidez consciente y cierto idealismo con algo de ingenuidad consciente también, que él asume. Y piensa con prudencia, con buena intención y un espíritu crítico matizado, casi siempre, por un carácter naturalmente moderado. Un carácter que me resulta simpático y amable.

Me he reído bastante durante todo el libro, pero en particular con sus comentarios sobre sus compañeros de refugio parisino, comunistas clandestinos. Oia/Fra dice cosas que yo sigo pensando hoy en día cada vez que me acerco a algún colectivo especialmente ideologizado y comprometido. Como, por ejemplo, que estaban en Babia, en su mundo, seguros de sus propios datos y sus propias conclusiones, cocidos en su propio jugo. Me recuerda a lo que un amigo nos contó hace poco de un profesor de Santiago, que afirmaba con sorna que dentro del casco viejo de Compostela había un montón de gente convencida de que la revolución era inminente. También Oia mira y escucha con no poco escepticismo. Pero no el escepticismo cínico de los que están de vuelta de todo y no aportan un carajo nunca a nada, sino el que nace de una tendencia innata a tener los pies en la tierra, me parece. Él tiene ideas, no cabe duda, e incluso ideología, aunque sea un poco a retales, pero le cuesta dejarse llevar; lo del abrazo incondicional a la causa no le sale, creo yo. Al menos no a aquella y entonces.

Hay una manera de considerar las cosas, de no olvidarse de las otras piezas del puzle que es todo, que somos, que resulta un buen antídoto para no estar en Babia. El protagonista es intelectualmente abierto y curioso: es capaz de compaginar posturas políticas avanzadas con el gusto por algunas tradiciones, la lucha social con los poemas de amor de Catulo, las ganas de ver mundo con el cariño a su pueblo y a sus montes, y los deseos de conocer gente nueva con una querencia entrañable a los viejos conocidos. Y es sentimental y por momentos llega a ser arrebatado. Pero, a la vez —y es algo que me encanta—, no deja de observarse a sí mismo y de darle un baño de sensatez a todo. Hay quien a eso le llama tibieza; yo, inteligencia. Y al fin, como en toda gran bildungsroman, el viaje es cíclico: se va uno para volver, pero para volver siendo, en parte, otro.

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