Caldas de Reis, la última etapa del largo viaje de Ania Horszowski

Tal vez porque tenía los ojos azules no acabó en un campo de exterminio cuando los nazis invadieron Lvov, la ciudad en la que vivía

Ania Horszowski durante un acto público celebrado en 1985. F.S.
photo_camera Ania Horszowski durante un acto público celebrado en 1985. F.S.

"¿Cómo es posible que desaparezcan millones de personas sin que nadie se haya dado cuenta?", se preguntaba Ania Horszowski el día 21 de abril de 2015. "Ni una carta, ni un mensaje. Nadie, en su sano juicio, podría pensar que algo así podría haber sucedido. Nada sabíamos del Holocausto". Esta vecina de Caldas de Reis falleció durante la noche del martes sin haber encontrado una respuesta.

Nació en 1921, en Tarnopol, una ciudad de una nación creada pocos años antes, Polonia, que hoy pertenece a otra, Ucrania. Entonces era Karla Fuch, tenía dos hermanos, Henka y Moisés, y sus padres, Jacobo y Berta, eran los propietarios de un establecimiento de venta de prendas de piel.

La educación primaria transcurrió sin sobresaltos. "No sabíamos nada del antisemitismo", afirmó en una intervención celebrada en un restaurante de la localidad, pero no iba a tardar en convertirse en su pesadilla. "Fue en 1935, tenía 14 años, los polacos nos odiaban y cuando llegó el invierno se paraban delante de la puerta del almacén y no permitían entrar a los clientes", recuerda.

"No nos dejaban existir", añadió. Su padre se enfrentó a su profesora, que le dijo "judío, vete al diablo", de lo que esta se vengó suspendiéndola a ella.

Karla Fuch, en la orla de su graduación, en 1937. CEDIDA
Karla Fuch, en la orla de su graduación, en 1937. CEDIDA
 

Dos años después, sus hermanos emigraron a Palestina, convertida en un protectorado británico, donde se encontraron con una excompañera suya de colegio que, después de una marcada trayectoria antisemita, acabó casándose con el médico judío que le salvó la vida. "Ciertas circunstancias voltean la vida de una manera inesperada", comentó con una mirada dulce.

Tampoco podía esperar ella que un día, cuando regresó del colegio, iba a encontrase con los muebles y demás enseres de su casa en un carro. Ni que tendría que abandonarla para que la ocupasen los soldados. Sucedió en 1940.

Un año antes habían llegado los rusos, tras el pacto entre Josef Stalin y Adolf Hitler por el que se repartieron Polonia. "No nos mataban, teníamos derechos y podía ir a la escuela. Yo decía: necesitan vivir en alguna parte, y no me importaba. No se sabía qué se nos venía encima", argumentó.

La boda de su hijo Luis con una mujer de Moraña, en Brasil, hizo que estableciese su domicilio en Caldas de Reis

CATÁSTROFE. Y se aproximaba una catástrofe. El acuerdo saltó por los aires y los alemanes invadieron la ciudad en su avance hacia la URSS. "Fue un domingo. Salí para ir a bañarme cuando vi los aviones. Así empezó la guerra", apunta Ania. Los nazis dividieron Lvov en dos partes: en una se encontraban quienes podían trabajar, como ella y su padre, y reservaron la otra para los que no podían hacerlo, en la que recluyeron a su madre.

Era el gueto, del que solo unos pocos podía salir, bajo una estricta vigilancia. Seguida por un agente de la Gestapo, a Ania le correspondió la tarea de llevarle comida. "Doce gramos de azúcar y un pedacito de pan para toda la semana", expuso.

En 1943 perdió a su madre. "Me contaron los vecinos que la sacaron de la cama y la mataron en el patio de un tiro". Tenía 50 años. "¿Para qué querían gente que no podía caminar?", plantea. Catorce días después, cuando llegó al hospital con un vaso de compota para su padre, el tifus había acabado con su vida. Con 21 años, se quedó sola. "Completamente", recalcó.

Paulatinamente, cerraron las calles que conducían al gueto. "Nos daban poca comida y no había dinero", narró Ania. Periódicamente, les ordenaban que se pusiesen en fila en el patio, en una los que estaban en condiciones de trabajar y en la otra los que no podían hacerlo. "Éramos miles y enfrente había trenes vacíos".

Un día la llamaron para que formase en la fila. Entonces no sabía que el destino de los comboyes eran los campos de concentración y exterminio, y por un motivo que hoy desconoce, un soldado se acercó a ella y le ordenó que se retirase de la fila. "A lo mejor pensaron que como tenía los ojos azules no era judía", comentó al auditorio que siguió la narración de su experiencia en Caldas de Reis. "Me salvé sin razón alguna", sostuvo.

La situación empezaba a cambiar en Lvov. Después de frenar la invasión alemana, los rusos los obligaron a retroceder, al tiempo que avanzaban hacia Polonia. Ania se reunió con siete mujeres con las que compartía el departamento para preparar la huida, que ella la hizo por su cuenta.

Toda su vida se encontraba en una maleta, en la que permaneció sentada durante los dos días de viaje en tren hasta Dnipropetrovsk. "Hay cosas que suceden y parecen increíbles", reconoció antes de añadir que se encontró con un soldado al que le enseñó la foto de la persona que buscaba. El uniformado la llevó hasta él. En la ciudad rusa contempló como la Gestapo detenía a un grupo de chicas y cambió de apellido.

Con sus compañeras de huida caminó al encuentro de los soldados. En el transcurso de la odisea, hizo de cuidadora del hombre que acabaría siendo su esposo y con el que se estableció en Venezuela, en el año 1948, antes de pasar por Francia y convertirse en vecina de Caldas de Reis siguiendo los pasos de su hijo Luis, que se casó en Brasil con una mujer cuya familia es originaria de Moraña.

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