Opinión

El acidioso compasivo

Ni prejuicios, ni distancia ni tristeza. Tras acabar el primer tomo de los tres que recogen los diarios de José Jiménez Lozano, empiezo los famosos, larguísimos, de otro escritor castellanoleonés.
portorosa

Unos, el sedimento seleccionado de mucho tiempo; los otros, a tomo por año, casi un desahogo. Me acerco a ellos con prevención, con la idea de que el autor es un pelín reaccionario, y advertido por un amigo de que sí, y mucho. Me lo compara con otros escritores españoles, para él pseudo intelectuales que cojean del mismo pie ideológico, y yo me doy cuenta de que con algunos de ellos no tengo ningún problema. Pero ya empiezo a leer con reservas.

No faltan ni la cultura ni el buen gusto, y desde luego escribe muy bien –no había leído nada suyo, hasta ahora–, pero veo enseguida enormes diferencias con los de Jiménez Lozano. Donde este demuestra una gran erudición, pero como sin querer, porque le sale sola mientras habla de otras cosas, creo que el primero se adorna un poco, que cuela esa cultura suya como tema en sí mismo. Por otra parte, mientras Lozano se acerca, se pega a todo lo que cuenta y a todos de los que habla, mientras se aproxima personalmente, este otro se mantiene, creo yo, a cierta distancia. Y, mientras Lozano muestra una evidente sensibilidad, el segundo parece –a lo mejor solo lo parece– más desapegado. 

Pero, sobre todo, yo en Jiménez Lozano veo, en sus descripciones, en sus opiniones sobre lo que se encuentra, en las historias que relata, compasión. Se apena por los desdichados, se conmueve con la desgracia, comprende las penas que le confiesan. E, incluso cuando algo o alguien le provoca rechazo y repulsa, no es la suya la condena del que no quiere tener nada que ver y se aleja de lo sucio, ni la del simple censor, sino que lamenta la miseria moral o la brutalidad como quien se avergüenza de un hermano que actúa mal, pero sigue siendo su hermano, y por el que sufre. Se compadece, repito, y la compasión es sin duda un sentimiento que dignifica.

En el otro, en cambio, las observaciones parecen surgir más bien de la curiosidad. Curiosidad intelectual, y desde luego sensibilidad estética, a veces incluso existencial. Pero, al no mojarse mucho personalmente, al poner, insisto, distancia entre él y lo que ve, todo parece quedar un poco reducido a un divertimento. Y la sensación es distinta, menos amable. Deberías tenerlo en cuenta, por ejemplo en estas columnas, me digo a mí mismo.

En Los tres cuadernos rojos, ese primer volumen, Lozano habla de los pájaros, y dice que, como todo lo esencial y fiel, su presencia es humilde, casi invisible. Y cuenta que la escritora Emily Dickinson se representaba la tristeza de su propia muerte, la trascendencia de ese paso, imaginándose al petirrojo que solía ir a su jardín volviendo cuando ella ya no estuviera. Y pedía que le echasen unas migas de pan de su parte, que ella lo agradecería "con sus labios de granito".

A mí esto me recuerda al mirlo que un fin de semana de invierno, que pasé casi solo en Vicedo hace ya años, veía desde la ventana mientras trabajaba. Se posaba en el muro y en las ramas del espino, y saltaba por la hierba. Y yo pensaba que, cuando nosotros no estábamos, él venía igual, y se posaría en la misma muralla, a escasos metros de las literas de los niños, vacías durante meses en la casa en silencio. Como las olas seguirían entrando en la ría y rompiendo en Vilela, enfrente, y la verde encendiéndose por las noches, aunque nosotros no estuviésemos. Y me producía, cómo no, bastante pena.

Y, precisamente, y por no haber leído la Divina comedia, me entero por Jiménez Lozano de que Dante metía en el Infierno a quienes viven tercamente en la tristeza, a los acidiosos, hastiados y tediosos que viven apenados y deprimidos sin motivo. Y me digo que más me vale cambiar antes de que sea demasiado tarde, o irme preparando para pasar calor. Claro que ese pecado se pagaría entonces, de muerto, y se paga ya de vivo. Ni siquiera es uno de los que, mientras a uno no le piden cuentas, se disfrutan. Aquí ni siquiera cabe el consuelo del que me quiten lo bailado. Todo lo contrario.

Sigo con el segundo diarista: es verdad que hay cosas que no me atraen. Me da la sensación de que juzga demasiado; no digo mal ni bien, sino simplemente demasiado. Y otras veces su tono, sus comentarios, me parecen un tanto frívolos, como de una tarde de charla aburrida del círculo de Bloomsbury: elegantes e ingeniosos, y nada más. Pero muchas otras me gustan. Y precisamente llego a un pasaje sobre un libro de Somerset Maugham, a quien el propio escritor reconoce estar leyendo desde el prejuicio también. Y lee un párrafo del británico, profundo y humano, que de repente lo reconcilia con él y logra que lo vea de otra forma; y entonces vuelve atrás, a las páginas que se había saltado, y las lee avergonzado de su juicio precipitado, y sin avergonzarse, en cambio, ya, de pasar de las creencias al sentimiento, sin más vueltas. Y el arrepentimiento por su cerrazón inicial hace que yo me arrepienta del mío y decida seguir leyendo y opinar por mí mismo. Algo que, me digo, a estas alturas debería tener bastante claro, como tantas otras cosas. 

Como, por ejemplo, comprender que pasar por los sitios y por los demás guardando una cierta distancia, con la esperanza de vivir al margen de lo que nos pueda desagradar, no es la opción correcta. Primero, porque acaba por ser inútil, pero sobre todo porque lo humano es lo contrario: la cercanía y la compasión

O como no vivir tercamente en la tristeza.

O como prestar atención a los pájaros, humildes, casi invisibles.

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