Opinión

De cerca

En casa, sentado el día entero tras haberme operado el juanete del segundo pie, leo como hacía tiempo que no leía
1944
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Sigo exprimiendo los libros de José Jiménez Lozano. Y dice en el segundo tomo de sus diarios algo que me ha recordado a la introducción a un curso de escritura de Rosa Montero, alguien con un perfil, en principio, bastante diferente al suyo. Ella, que se confesaba -ista en varias cuestiones –feminista y animalista son las dos que recuerdo–, insistía, sin embargo, en la necesidad de abordar la escritura de una novela alejada de cualquier posicionamiento ideológico; o, mejor dicho, no tan convencida de las propias posiciones como para tener todo claro y limitarse a dar respuestas. Que la novela no debía limitarse a dar respuestas, no podía pretender ofrecer un discurso seguro, a base de certezas, porque precisamente la literatura era, sobre todas las demás cosas, la exploración de nuestras dudas. De nuestras grietas, de nuestras indecisiones, de nuestras preguntas. En palabras de Jiménez Lozano, la literatura, y más concretamente la novela, no puede responder a una psicología o racionalidad plenas. La literatura está, y debe estar, poblada de claroscuros y vacilaciones. No puede ser, el suyo, un discurso firme y definitivo, sino más bien un balbuceo.

Hace unas semanas vi 1944, una película estonia sobre la Segunda Guerra Mundial. Alguna crítica la tacha de facilona, pero a mí me gustó mucho. Intenta retratar la espantosa situación que vivió el país, gran parte de sus hombres, poco menos que obligados a unirse, casi por una cuestión de oportunidad, de azar, a uno de los dos ejércitos que combatieron en el frente oriental: el nazi y el soviético. Una de las consecuencias evidentes fueron los enfrentamientos entre estonios, en ocasiones convencidos de su decisión, pero otras mucho menos. Y el filme trata de mostrar lo absurdo de aquella situación, la burla cruel que fue. No hay alegato antibélico más claro y más efectivo que el que asume el punto de vista del soldado de a pie, ignorante de la evolución de la guerra, ajeno incluso a sus razones, y que sin embargo lucha, mata y muere en ella, sin entender casi nunca nada. No es una cuestión de bandos enfrentados, sino de crónicos perdedores. Como aquí. Como en todas partes.

Se cita en Segundo abecedario al escritor francés George Bernanos, que cuenta cómo en el año 1938 veía pasar camiones llevando españoles, llenos de polvo, con las manos en las rodillas, erguidos con un resto de dignidad, que a la mañana siguiente iban a ser fusilados. Y explica que no sabían nada más, que, de haber tenido la oportunidad, no habrían podido defenderse, porque no sabían contra qué. Bernanos está "impresionado por la imposibilidad de las pobres gentes de comprender el espantoso juego en el que su vida se ve comprometida. Por la injusticia horrible de los poderosos, que, para condenar a esos desgraciados, les hablan un lenguaje que les es extraño". Como los soldados estonios, que en su mayoría no harían más que intentar sobrevivir a todo aquello que les estaba pasando y no entendían. 

Y en esa situación, la figura del ideólogo, del comisario político que al final de la película –y de la realidad– llega para vigilar, resulta aún más odiosa. El que viene a asegurarse de que lo que quede en pie cuando todo haya terminado sea lo que se quiere, de que nada cierra en falso; que mientras los demás están muriendo ya calcula de quién, de entre los propios, interesa deshacerse; que va asegurando lealtades. Cortando siempre, ante la sospecha, por lo sano. Que antepone siempre la causa a las personas, la liberación a los liberados, la justicia a los ajusticiados. Siempre, como todo fanático. Y que, para llevar a cabo su tarea, habla un lenguaje medidamente ambiguo, tramposo, que les es extraño a quienes bendice y a quienes condena. Y tal vez, entre ellos, entre estos guardianes, no haya comportamiento más atroz, más desquiciado, que el de quien, en la derrota, se empeña en que no sobreviva el que no debe. Quien lo último que hace antes de huir, cuando ya ha recogido todas sus cosas y se va a marchar, es matar a sus prisioneros. Ha habido –y habrá– ejecuciones así, en las que la locura se llevó hasta el final, cuando ya ni siquiera cabía la excusa de ganar.

El cine y la literatura son dos buenas herramientas para contar todo eso. Para enseñar la cara del soldado obligado a disparar a unos niños, o la del que supura odio mientras repite su elevada consigna. Para enseñar la verdad de cerca y hacerse preguntas. Decía Philip Roth, creo que en Me casé con un comunista: la política generaliza, pero la literatura debe particularizar.

Lozano dice más cosas. Cita por ejemplo a Kafka cuando explica que, para escribir, uno no debe salir de casa, sino sentarse a su mesa y escuchar; o ni siquiera escuchar, sino únicamente esperar; o tampoco, tampoco esperar, sino quedarse solo y en silencio. "Y entonces el mundo vendrá a que lo desenmascares: se te ofrecerá". Lozano lo abrevia: si se quiere escribir libros, hay que quedarse en casa.

No solo escribir libros: mi reclusión forzada, como con el anterior pie, como en el confinamiento, me impide hacer muchas cosas, y precisamente por eso me permite pararme con otras, para las que habitualmente creo no tener tiempo. Y compruebo que hay que quedarse en casa para escribir, para leer o para sentarse a mirar la pared de enfrente.

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